Esa noche, antes de salir al escenario, el saxofonista Lucho Silva voló al pasado. Volvió a ser ese niño de 9 años que andaba en busca de bandas de jazz. Fascinado por ese instrumento que le parecía el más bello del mundo. “Dibujé saxos, los hice en palo de balsa”, cuenta. Hasta que un día su padre, Fermín Silva –violinista y director de orquestas–, al descubrir sus creaciones le dijo: “Tú vas a aprender saxo”.

A los 13 años comenzó a estudiar con el maestro Bolívar Claverol. A los 15 ya tocaba en la orquesta Costa Rica Swing Boys. Ha soplado música en la Blacio Jr., en la Sonora Rubén Lema fue cantante, y flautista en Los Cuatro, en De Luxe, en el conjunto Los Hermanos Silva. Y ahora su cuarteto de jazz, junto a sus hijos Lucho Jr. en el piano, Medardo en la batería y Freddy Auz en el bajo.

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Actualmente toca y posee tres saxos –alto, tenor y soprano–, clarinete, flauta traversa, guitarra y pianos –de la academia musical Preludio, que dirige su hijo–. Pero en sus inicios no tenía saxo, los alquilaba. Hasta que el director de la orquesta Costa Rica Swing Boys le compró uno, que descontó tocando en la orquesta. “Así pagué mi primer saxo”, recuerda mientras acaricia su cabeza lisa como una bola de billar. Años atrás lo invitaron a Estados Unidos. Tocó con Les Paul, uno de los más grandes guitarristas.

También ha hecho música con orquestas cubanas y excelentes jazzistas gringos que ha invitado la academia. “A mí me gusta tocar con todo músico”, asegura.

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No olvida una experiencia que lo enorgullece. Haber sido, en sus inicios, lagartero. Junto a otros se ubicaba en Quito y Clemente Ballén. “No me gusta cuando dicen: Ese es un pobre lagartero; porque había músicos de toda talla en esa esquina”.

Ahí por un sereno ganaba de 10 a 20 sucres. A veces, el que los contrataba prendía el carro y sin pagarles los dejaba tocando. “Nos hacían perro muerto, regresábamos a pie cargando nuestros instrumentos”.

Ahora esos recuerdos lo divierten tanto. Le encanta ser profesor de niños, jóvenes y adultos en la academia Preludio. A sus alumnos les aconseja que si quieren tocar como los grandes músicos tienen que estudiar.

“Para tocar jazz –afirma– se necesita estudiar bastante, no solo para entusiasmar al público que, a veces, engaña al músico aplaudiéndolo tanto que este cree que ya se la sabe de ida y vuelta”. Como siempre hay más que aprender, él estudia horas y horas. Así cada día brota de su saxo un mejor sonido.

A pocos minutos de tocar, extrae su instrumento del estuche y declara: “El saxo es mi compañero y musicalmente es el amor más grande que tengo”. Comenta que cuando toca le parece que “el saxo por su cuenta me está respondiendo”.

Ese viernes en La Posada de las Garzas empezó a volar notas de piano, bajo y batería. Silva digita y sopla St. Louis Blues. Después interpreta desde jazz clásico a pasodobles. Silva conversa y bromea con el público.

La velada delira con Lágrimas Negras. Es cuando su saxo parece derretir la noche. Suena jazz. Ese lenguaje imposible de describir por efímero y perfecto como el amor. En ese instante Lucho Silva y el saxo, su más fiel compañero, son uno solo: el jazz.