Me pueden decir que el italiano Carlo Petrini creó en 1986 aquel movimiento destinado a rescatar la gastronomía frente al frenesí del llamado fast food, seguiré pensando que existió siempre paciencia en el comer hasta que nos invadió la onda norteamericana de la velocidad. El simple happening (ocurrencia) de Andy Warhol comiendo una hamburguesa en el famoso video se volvió profético más allá de su lúdica ironía. Llegaba la generación de los perros calientes, el pollo apanado, frito, brostizado –extraño la palabra rosticería– condenado a dar vueltas en cadena en el asador, la mayonesa industrial donde se mezclarían en batidoras huevos enteros con aceite, algo de limón, siendo el resultado una salsa inmaculada igual en cualquier país del planeta, repartida en pequeñas envolturas plásticas. Nos tocó añorar a la abuelita moviendo con tenedor la mostaza, la yema, el hilo de aceite de sabor neutro, el vinagre artesanal, descartando la clara, logrando la salsa amarilla de incomparable gusto. Los huevos no tenían aquel dejo de yodo, alimentos balanceados. En Ecuador nos pusimos a hablar de gallinas criollas, de papa chola, mientras pollos pálidos e insípidos hacían su deprimente striptease en los supermercados. La palabra pernil nos hizo soñar porque evocaba una pierna de chancho asada con paciencia durante la noche, el pan casero mojado en jugo. Las rebanadas envueltas en fundas plásticas condenaron al exilio el pan baguette de los franceses, los enrollados de cualquier pueblo, intentaron opacar los rinconcitos ocultos de Guayaquil donde el olor del pan recién horneado detiene el paso del viandante.
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Ecuador ostenta el privilegio de hablar un lenguaje florido: pan de yuca, chancho al estilo de Paute, habas con sal en el Molino de El Batán (Cuenca), allullas en Latacunga o Alóag, membrillo de Rosario Vaca en Ambato, chocolate de Ambato, Guaranda, sal prieta en Manabí, playas del Pacífico con puestos múltiples especializados en cebiches, pescado frito. No puedo seguir con la lista, necesitaría horas. Me perdería entre el caldo de manguera, de pata, el asado de guanta ¡ya basta, no aguanto!
El slow food es el no a la uniformidad, el respeto a los ingredientes, a las antiguas técnicas de producción, cuando solo en literatura se usaba la palabra “bio” que significa vida, cuando no decíamos biodegradable, ecogastronomía porque pensábamos “bioagradable”, vocablo inexistente. Llegó la vida rápida, fast life, se perdió el respeto al producto porque había que producir, consumir con prisa. Es hora de recuperar recetas como lo hizo en su mágico libro Eulalia Vintimilla Muñoz, educar el gusto, salvar especias, mejorar los alimentos, catar aceites, leches, mantequillas, no solamente vinos, cocinar lento, comer sin prisa, detener el reloj.
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Ángela y Luigi Passano, dueños del restaurante Riviera, elaboran su propio aceite virgen de oliva en su propiedad cerca de Chiavari. Hay amor, paciencia: el resultado es un producto incomparable. En Quito, unos extranjeros vuelven a descubrir recetas artesanales, probé hace poco un extraordinario queso de cabra, pequeño, redondo, en su punto. La gastronomía es cuestión de amor, es decir paciencia. Ya es tiempo de proteger la herencia gastronómica como cultura, conjunto de tradiciones. Ecuador puede jugar un papel importante dentro de aquella misión.