La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual...
Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando agua y piedra entre la desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos acompañamientos –el coche de las nueve, las ánimas, el cartero– habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde –el árbol del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche–, doblado todo sobre el tejado de alpende...
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De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa...
(Extracto de Platero y yo, con autorización de los herederos de Juan Ramón Jiménez, Ediciones Cátedra S. A., 1998)
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Jaime Duque Cevallos, Primer premio Logos Academy, Guayaquil
... «Voy a ver qué es», gritó Anilla –a quien mis padres habían dejado a cargo por ser un año mayor que yo– desde la cocina. Me dirigí a la biblioteca, donde estaba mi hermanito leyendo sus cuentos junto a la chimenea. A pesar del ruido de la borrasca, se había dormido, acurrucado en el sillón favorito de papá; no me atreví a perturbar un sueño tan sereno, y dejé a mi hermano a cargo de Morfeo. Cayó un rayo cerca de la casa, que causó un monumental estruendo. Todavía era temprano, Platero, y mis padres no regresarían del teatro en varias horas, así que saqué el tablero de ajedrez para jugar con la pequeña criada, que ya se estaba tardando en averiguar de dónde provenía el ruido y no daba señales de vida. «Ana», grité, sin recibir respuesta alguna. Fue entonces cuando vi el rastro de harina que subía por la escalera de mármol, continuaba por el corredor y entraba al cuarto de mis padres; me alarmé un poco, pues si ellos llegaban y encontraban las huellas de harina por toda la casa, mis nalgas pagarían el precio. Al entrar en la habitación, vi que el rastro de polvo blanco conducía hacia un gran ventanal roto, me acerqué y miré hacia afuera por entre los pocos fragmentos de vidrio sujetos al marco, queriendo descartar la posibilidad de que Anilla hubiese caído. Apenas saqué la cabeza por el hueco, un estruendo aún mayor al que se había escuchado minutos antes me hizo perder el equilibrio. Trastabillé, mi cuerpo cedió al vacío y cayó de cabeza sobre una especie de bulto tirado en el patio. Menudo sacudón el que sentí al darme contra el mundo, Platero.
Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. Desperté dentro de la casa, desparramado en la silla donde planeaba sentarme a jugar ajedrez con Anilla. De repente apareció ella, la fantasma, caminando ceremoniosamente hacia mí, sin hacer mueca alguna. Al parar, me miró y no pudo evitar romper el estoicismo de su rostro con una sonrisa, pues sabía que nunca me había asustado esa pantomima de fantasma.
Se sentó en la silla opuesta y movió un peón del tablero que se interponía entre nosotros para iniciar la partida. Nunca ha durado un juego de ajedrez tanto como aquel, pues entre chismes de los otros niños del colegio y remembranzas de vergonzosas anécdotas de niñez, apenas podíamos recordar la guerra de peones, alfiles y torres que tenía lugar frente a nosotros.
Cerca de la medianoche, mi hermano salió de la biblioteca para intentar, en medio de bostezos, encontrar su cama. Fue inútil tratar de decirle algo, pues al parecer el sueño lo tenía algo abobado; pasó a nuestro lado como si no hubiese ahí alguien sentado y subió a su cuarto.
En medio de uno de esos silencios incómodos, Anilla tiró todas las piezas del campo de batalla con un solo movimiento del brazo, estaba aburrida. Subió como una liebre la escalera mientras yo dejaba todo arreglado.
En ese momento, oí la cerradura abriéndose, eran mis padres, y si no salía de ahí rápido, me harían rezar el rosario arrodillado en espigas de trigo por no estar acostado. Afortunadamente subieron directamente a su cuarto.
Caminando hacia mi alcoba, volví a escuchar un estruendo, pero no se trataba de un rayo, era el grito de sirena que pega mi mamá cuando algo horrible sucede. Corrí hacia su habitación para averiguar qué había pasado. Al entrar vi a mi madre llorando en el piso junto al ventanal roto, mientras mi padre la consolaba. Es solo un ventanal, mami, no tienes por qué llorar así, le dije tratando de calmarla. No hubo respuesta alguna.
No terminaba de entender lo que ocurría, mi madre llorando a moco tendido por una ventana rota y a mí ni siquiera me miraban. Al asomarme por el mirador destrozado, me invadió el pánico, era la imagen más aterradora que jamás había visto. Nunca olvidaré esa noche de setiembre, Platero, cuando desde aquel ventanal roto vi mi cuerpo inerte, tirado encima del de aquella niña triste que ya no tendría que pretender ser un fantasma.