Nuestra inocencia terminaba cuando descubríamos que Papá Noel no existía.  Yo creía que él laboraba durante todo el año y en diciembre despachaba los juguetes a los niños buenos. 
 
La prueba de fuego era escribirle la carta a Papá Noel. Esas cartas son mi más remoto enfrentamiento con la página en blanco. ¿Pero qué juguetes pedir? Uno quería un montón de juguetes, a fin de cuentas Papá Noel no pasaba factura. Pero los padres estaban asustados, sacando cuentas. Convenciéndonos de que no había que abusar de él y que los pobres alces no iban a poder volar con un trineo repleto de juguetes.

La noche del 24, colocábamos la carta dentro de los zapatos que descansaban bajo la cama. Como estábamos agotados de jugar, asistir a la Misa de Gallo y cenar, caíamos como plomo en un mar de sueños.   

La mañana del 25 de diciembre era despertar y descubrir los juguetes. Los niños del barrio se volcaban a los portales con sus juguetes a cuestas.

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Recuerdo el año en que la curiosidad mató al gato inocente que era yo. Una tarde descubrí, en el ropero de mis padres, unos paquetes con los juguetes solicitados. Esa fue mi última Navidad feliz. Ese 25 de diciembre fue el fin de la mágica infancia.

La siguiente Navidad fue más amarga porque descubrí que unos vecinos más pobres no tenían juguetes. Fue sin saberlo, mi primera amarga percepción de las clases sociales. Supe que hay  ricos y  pobres.

Papá Noel frente al espejo
El bus frenó en el paradero. Descendió un gordo con una mochila. Sudando a mares, cruza la calle. Esquiva al vendedor de tarjetas navideñas. Le llega el olor de cebolla y carne, mira la carretilla de hamburguesas. Traga saliva y acelera el paso. Entra al mall. Afuera queda Guayaquil y su sol devastador.

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Arrastra su cuerpo por ese laberinto de pasillos, vitrinas y estantes. Entra al almacén. Se abre paso por miles de cajas de juguetes. Abre una puerta, enciende el bombillo de luz y se descubre en el espejo del vestidor. Respira con dificultad. Se desviste lentamente. Silba. Se coloca el vestuario que extrae de la mochila. Primero los pantalones rojos, después se calza las botas y la casaca.

Se observa en el espejo y siente  la ridiculez pegada en su cuerpo. Está a punto de darle un puñetazo al espejo, pero se detiene, se acuerda de sus deudas. Saca de su saco una botella y bebe un sorbo largo.

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Limpia su rostro con crema y empieza a maquillarse. Con el lápiz se delinea una sonrisa así de grandota. Más inmensa que su soledad. Pega la barba a sus mejillas y envejece por arte de magia. Se coloca el gorro y el bolso de juguetes a la espalda. Es el toque final.

Afuera, la escenografía está lista. El trineo halado por alces. La nieve que cubre un paisaje tropical. Hermosas muchachas vestidas de Papá Noel, organizan a los niños más pequeños.

Se abre la puerta y aparece Papá Noel agitando su campana, vomitando risotadas, los niños lo rodean. Atiende en un horario determinado, abraza a los niños, truena su carcajada, revienta su campana, toma los pedidos de los juguetes.

Afuera, en Guayaquil el calor abrasa porque no llueve. La ciudad huele a pólvora y crece la desesperación de los que no tienen un dólar. El gordo sale del mall y recibe un fogonazo de calor nocturno. Cruza la calle y se detiene en una esquina. Abre la carta. La lee una vez más. La despedida es más cruel.

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Introduce la carta en el sobre con estampillas de España.

Guarda la misiva de su esposa. Saca la caminera y bebe lo que resta de esa botella. A lo lejos, suena un villancico. Contra la acera estrella la botella de aguardiente. Tambaleante se hunde en la Nochebuena.