Recuerdo que Eloy Alfaro, el Viejo Luchador, fue inmolado en Quito el 28 de enero de 1912. Catorce días más tarde, desde la barriga de mi madre, arribé a una covacha de Chile y Huancavilca en Guayaquil. Dos años después, voluntarioso e independiente como soy, a cualquier hora del día salía a pararme en la puerta del zaguán de mi casa a mirar los carros eléctricos, las góndolas y las carretas haladas por mulares.
No sé si nací para brequero, motorista, chofer o carretonero, porque mi apasionante afición eran los vehículos. Seguramente que también me hubiera propuesto ser piloto volador. En una de las frecuentes salidas a callejear, observé a unos caballeros pulcramente uniformados de blanco, con botonadura dorada en su guerrera, zapatos blancos y casco inglés, igualmente blanco, aunque ellos eran de piel profundamente negra azabache.
En vez de ‘police man’ yo los llamaba ‘plimán’. Estos policías jamaiquinos hablaban inglés y su dialecto nativo. De más de dos metros de estatura y con una largo tortor caoba con una cuerda en el extremo, habían trabajado en el ferrocarril Guayaquil-Quito, obra cumbre del líder liberal, quien en lugar de lanzarlos a su suerte o repatriarlos desagradecidamente, organizó con ellos un cuerpo policial para brindar seguridad a la Perla del Pacífico.
Ellos transitaban imponiendo respeto. No cargaban revólveres ni gases lacrimógenos ni perros ni escudos ni rollos de alambre de púas. Su espigada presencia y su imponente actitud de respetable cancerbero mantenían el citadino orden. No sé la razón por la que con tristeza añoro a mis simpáticos ‘plimanes’ del año 1914.
Reminiscencias del Prof. Guillermo A. Rodríguez A., escritor y periodista guayaquileño.