Es su habitación, sin paredes, que comparte con otros tres que no conoce, en una cama de cartón sin una cobija que lo abrigue. Así  duerme noche a noche Vicente Ortiz frente al mercado ubicado en Seis de Marzo y Lorenzo de Garaicoa.

Tiene 41 años y de 22h00 a 06h00 utiliza el piso como dormitorio y la calle como su hogar. “Aquí no me molesta nadie”, dice entre dientes. La dicción no es una de sus cualidades.

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Con el cabello despeinado, una barba que empieza a aparecer y el olor a descuido que emana su cuerpo, Ortiz comenta que no extraña la época cuando habitaba en una casa en la ciudadela La Chala, aunque su mirada melancólica revela lo contrario.

Relata que cuando falleció su abuela, discutió con su hermano con quien convivía, fue entonces cuando decidió abandonar su casa.  De eso hace ya dos meses y asegura no arrepentirse de la determinación que tomó.

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Desde un inicio tuvo la certeza de que no volvería a descansar bajo el techo de un hogar, pues los $ 2 que gana a diario por cargar alimentos en el mercado le alcanzan para comer y el único familiar que tiene es su hermano.

Eso no es lo mismo que le  ocurre a Juan Centeno, de 40 años. A diferencia de Ortiz, su vestuario luce limpio al igual que sus manos y rostro.

Reside en La Prosperina con su esposa  y cuatro hijos, de los que se despide todas las noches para ir a  dormir en la acera de Avenida del Ejército y Pedro Pablo Gómez.

Lo hace porque su jornada laboral en el mercado situado en esa zona la inicia a las 04h00 y concluye a las 09h00. “Toca hacerlo si quiero conservar mi trabajo.
No hay bus que me traiga hasta acá en la madrugada”, manifiesta este cargador de víveres.

Aunque tiene cerca de tres meses durmiendo fuera de casa en compañía de otros dos comerciantes, Centeno aún no se acostumbra al ruido de los autos, al frío de la soledad o la lluvia que de vez en cuando aparece y salpica el trozo de cartón donde reposa. “Es duro. Estamos abandonados a la suerte”, señala.

Moisés Romero no comparte ese criterio. Para él, la calle tiene un encanto envolvente, un sabor a libertad que asegura disfrutar.

No siempre duerme en  cualquiera de las intersecciones de la calle Seis de Marzo,  en ocasiones descansa en su casa situada en Mapasingue pese a que esta no tiene el mismo encanto. “Encerrado no se puede vivir”, dice.

Su cara y sus manos surcadas por las arrugas proyectan la imagen de un hombre que aparenta más de los 60 años que dice tener. Y su aliento revela que el alcohol se ha convertido en uno de sus aliados. “Bebo por mis penas y sueños, creo que todos tenemos ambos”, afirma mientras dobla una camisa vieja y mojada para utilizarla como almohada.

Su situación guarda cierta similitud con la de Ortiz y Centeno y otros durmientes anónimos que aparecen por las noches en cualquier rincón de la ciudad con la necesidad de una cama cálida que afrontan a diario la frustrante realidad de un acera sucia y fría.