Después de la Transfiguración, Jesús consideró oportuno que varios de sus seguidores, yendo delante de Él, le sirvieran como embajadores: “Designó otros setenta y dos discípulos –nos cuenta hoy el evangelio– y los mandó de dos en dos a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir”.

No fue un servicio fácil. Jesús les previno de que les lanzaba a convivir con lobos, siendo ellos, por su bisoñez, como corderos. Además no les dejó llevar sandalias, ni morral, ni plata para imprevistos. Les mandó de dos en dos para que se apoyaran mutuamente. Les indicó que consiguieran pronto algún alojamiento para convertirlo en centro de salud y de predicación. Les ordenó que remediaran todas las enfermedades y que anunciaran sin cansarse este mensaje: “Se acerca a ustedes el Reino de Dios”.

Publicidad

Ellos vieron que el obstáculo más grande lo ponían ellos mismos. Porque apenas conocían que aquel Reino –el que Jesús traía– no era un reino de violencia, que la vida en aquel Reino se regía por las paradojas de las bienaventuranzas, y que solo cuando el mundo se acabara llegaría a ser perfecto. Y, sin embargo, debían, a pesar de estar tan poco preparados, lanzarse a predicar.

Los discípulos tuvieron fe en Jesús. Le oyeron que necesitaba obreros para recoger la gran cosecha que se avecinaba y entregaron sus capacidades.
Además de suplicar al dueño de la mies que promoviera vocaciones de servicio al evangelio, ellos fueron por delante.

Publicidad

Al cabo de no pocas peripecias regresaron llenos de alegría y de experiencias: “Señor –dijeron al Maestro– incluso los demonios se nos someten en tu nombre”. A lo cual Jesús les respondió: “Vi a Satanás caer del cielo como un rayo. A ustedes les he dado poder Jesús les dice a los setenta y dos que cuentan sus vivencias –han regresado llenos de alegría– para aplastar serpientes y escorpiones, y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo” (Cfr. Lucas 10, 1-12).

Desde luego lo primero es la elección: si Jesús no les hubiera llamado, sus nombres no podrían nunca estar escritos en el cielo. Mas presupuesta la elección divina, el que estuvieran efectivamente registrados en las listas celestiales se debió a que cumplieron la tarea encomendada. Es decir, que por haber servido como embajadores de Jesús, tuvieron casi asegurado el cielo.

Comparados con el cielo, a Jesús los otros dones (el aplastar serpientes y escorpiones, el vencer la fuerza del demonio, el no sufrir siquiera un arañazo) le parecían muy poco. Lo importante para Él –como ha de serlo para usted y para mí– no es la fugacidad sino la eternidad. Y por ello, porque debemos verlo todo con visión de eternidad, decidámonos a trabajar en la extensión del evangelio.

Para eso lo primero –porque sin oración no hay eficacia sobrenatural alguna– será rogar al dueño de la mies que envíe más obreros. Y luego lo segundo –con la vida y con la lengua– será mostrar el evangelio a cuantos no lo viven, o lo viven a su gusto.

No nos justifiquemos con el argumento de que no tenemos “todavía” la preparación debida. Recordemos que el secreto está en fiarse de Jesús como lo hicieron los setenta y dos.