En las primeras horas de la mañana del viernes 4 de junio de 1830,  varios individuos cegados por la torpeza y el odio gratuito, desde la espesura de la selva de Berruecos (Colombia),  dispararon  sus traidoras armas para cortar la valiosa  vida del Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, quien presidía la caravana que retornaba a Quito después de participar en el Congreso de Bogotá.

El  aguerrido personaje oriundo de  Cumaná, Venezuela (1795), había agotado todos sus esfuerzos en un intento por mantener la unidad grancolombiana en el Congreso celebrado días  antes del repudiable  episodio, ratificando así los postulados integracionistas que compartió con el Libertador Simón Bolívar.

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Esa fue    una de las razones que aumentó el odio de los detractores de Bolívar hacia Sucre, quien además brilló individualmente  por sus condiciones de estratega inteligente y triunfador en las batallas de Pichincha, Ayacucho y Tarqui, además de sus atributos de estadista justo y visionario.  

Los hechos
Gente que en más de una ocasión planeó terminar con la existencia del Padre de Cinco Naciones, igualmente lo hizo en contra de Sucre, pero quizás no tuvo la oportunidad de hace 170 años.

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Por ello, aprovechando que el confiado venezolano retornaba a Quito, aceleró sus macabros planes en los que de una u otra manera estuvieron vinculados los nombres de José Erazo, Apolinar Morillo, José María Obando, Gregorio Sarría y otros.

En su recorrido de Bogotá a nuestra capital, la comitiva del Mariscal de Ayacucho realizó obligados descansos en los caseríos de Mercaderes, Salto de Mayo y La Venta, entre el 1 y 3 de junio, prácticamente desafiando a los que planearon y trataban de ejecutar de inmediato el magnicidio.

El día fatal
Alrededor de las 08h00 del 4 de junio, cuando la caravana reanudó la marcha rumbo a Pasto, desde uno de los callejones de la espesa selva de Berruecos se  disparó contra la humanidad del héroe, que le ocasionó la muerte inmediata. La confusión y el temor hicieron presa de sus acompañantes, que huyeron en veloz carrera y dejaron el cadáver de la ilustre víctima abandonado en el solitario paraje.

El fiel asistente de Sucre, Francisco Caicedo,  recobró la calma y buscó ayuda que no fue total por la confabulación existente y el temor de los vecinos a las represalias. Al día siguiente se logró sepultar a Sucre en el punto La Capilla, cerca de La Jacoba, lugar este último donde cayó. Semanas después su viuda, Mariana Carcelén, hizo las gestiones para llevar los restos a Quito.

Dolor colectivo
Los pueblos sudamericanos que conocieron los atributos del héroe lloraron su inesperada muerte, pues  confiaban en el trabajo que lo caracterizaba aun en medio del difícil panorama político ocasionado por la disolución de la Gran Colombia, la ingratitud a la obra de Bolívar y otras circunstancias adversas. “¡Santo Dios, se ha derramado la sangre de Abel!”, expresó un consternado Bolívar al conocer la dolorosa noticia.

Sucre fue una auténtica figura de la emancipación americana. Apenas contaba con 35 años y 4 meses cuando el cobarde crimen truncó su carrera y la guía que podía ofrecer a la naciente república del Ecuador en 1830. Hombre de biografías, monumentos, calles, etcétera,   Sucre tiene derecho a la exaltación permanente de la familia ecuatoriana.

RETRATO DEL HÉROE

“Era delgado, como las espadas, y solo un poco más alto que Bolívar. Los ojos castaños, de poderoso vigor expresivo –de ordinario tristes–, sabían dominar y mandar, volviéndose fulgurantes al entrar en batalla”.

 “Tanto el porte distinguido como los modales cultos y el cuidado de su persona hacíanle distante y no cercano. Reía poco, con elegancia, sin caer nunca en la carcajada. No era poeta; tampoco imaginativo, a no ser en la creación de recursos tácticos y estratégicos, ya en la milicia, ya en la diplomacia”. (Alfonso Rumazo González, historiador ecuatoriano).