Los manglares de Puerto Hondo, situados en el kilómetro 19 de la vía a la costa, recibieron ayer a más de 300 visitantes que provenían no solo de Guayaquil, sino de las parroquias rurales cercanas a ese brazo de mar. Desde las 11h00 las familias empezaron a llegar con agua, coches para bebés, carpas y parasoles, para disfrutar de la refrescante brisa.

Antonia García y sus tres hijos menores de edad llegaron acompañados por  dos vecinos de Bastión Popular, un sector urbano marginal al sur de Guayaquil, a bañarse, pasear en canoa por los recodos del estero y a deleitarse consumiendo las tortillas de verde con camarón y las torrejas de choclo con café que venden a pocos pasos del balneario o que se ofrecen cerca de la carretera.

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“Aunque la orilla está rodeada de muchas piedras y a veces se dificulta andar sin zapatos, nos gusta venir porque hay mucha tranquilidad y además de disfrutar del agua uno puede escuchar y ver a las aves que anidan en los manglares”, señaló Sandra Toro, de 36 años, quien llegó con su novio a pasear en canoa a Puerto Hondo.

Ayer,  un grupo de evangelistas también aprovechó la tibia mañana para bautizar, entre cánticos y alabanzas a Dios, a sus hermanos en Cristo. “Esto es durante todo el año, los fines de semana. Aquí vienen a orar y recibir el bautismo”, indicó Antonio Rosales, visitante.

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El paseo en canoa es otro de los atractivos del manglar. Por ocho dólares un grupo de hasta ocho personas puede remar y recorrer los alrededores del estero, así como conocer un poco más sobre ese milenario lugar.

Negocios deben salir
Los cuatro locales de cebiches que se encuentran ubicados en la orilla no podrán continuar laborando en la zona, porque afectan el ornato de los manglares, así lo dispuso la fundación Pro Bosque, que está a cargo de ese sector.

Los locales han estado en ese sitio desde hace siete años y solo atienden los fines de semana, señaló María de Jesús Bohórquez, moradora de Puerto Hondo que con su negocio alimenta a sus cinco hijos menores de edad.

“En un día me gano quince dólares vendiendo cebiches de concha y de ostión, pero ahora no sé qué vamos a hacer si nos sacan de aquí”, indicó con preocupación la mujer.

Aquí falta control, se lamentó Karla Andrade, una turista, que para estacionar su automotor cerca del área de la playa había tenido que cancelar 50 centavos a un niño que por orden de un adulto, de quien solo dijo que se llama Rafael, cobraba el derecho a usar el parqueadero.

A pocos pasos del mirador del lugar la venta de comidas sí está permitida y hasta el momento la fundación Pro Bosque no les ha señalado si tienen que salir, dijo Felícita Belayo, quien lleva seis años de vender comida típica durante los fines de semana y en loa feriados, donde hay mayor afluencia de visitantes.