Conocían los israelitas que el Mesías, según habían anunciado los profetas, haría maravillas nunca vistas. Y sabían que Isaías, según la Iglesia nos recuerda hoy en la primera lectura de la Santa Misa, había concretado que energizaría las pupilas de los ciegos, despegaría los oídos de los sordos, haría que los cojos retozaran como cervatillos, y que la adormilada lengua de los mudos se volviera cantarina.
Por eso los que vieron a Jesús hacer oír y hablar a un sordo supertartamudo, inquietos por el cumplimiento de las profecías, destacaron asombrados la conducta de Jesús: “todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
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Esto fue lo que pasó con los espectadores. Pero ¿qué pasó con el curado? Sabemos que se dejó llevar hasta el Maestro y que sus bienhechores –sin que lo oyera el sordo y supertartamudo– pidieron una imposición de manos. También nos dice el evangelio que Jesús no quiso hacerles caso: antes de curar al pobre hombre le separó de aquella gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva.
¿Qué pensaría el paciente (el hombre de cero en audición y cero coma tres en comunicación) mientras Jesús le hacía aquellas manipulaciones? Quizás se cruzaría por su mente que con tales gestos, muy simbólicos pero que no arreglaban nada, estaba perdiendo el tiempo. Sin embargo el pobre hombre, tal vez por la torpeza de su lengua, no pronunció una palabra.
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Por fin Jesús le dijo: “Effetá, esto es, ábrete”. Y al momento –nos cuenta el evangelio– se le abrieron los oídos, se le soltó la lengua y hablaba sin dificultad”.
Me imagino que escuchar los gritos de entusiasmo de la gente debió causar al sordo, instalado tanto tiempo en el silencio puro, un susto no pequeño. Y me imagino que después de comprobar que oía, su primer hablar sin tropezones debió ser una acción de gracias. Mas esto no nos lo relata el evangelio. Son suposiciones mías.
Lo que sí nos cuenta es que Jesús, antes de curar al sordo supertartamudo, “mirando al cielo, suspiró”. Y este gesto tan humano de Jesús me llama mucho la atención.
Sé que el Catecismo de la Iglesia nos insiste en que “desde los pañales de su natividad hasta el vinagre de su Pasión y el sudario de su resurrección, todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio”. Y por eso me pregunto: ¿qué quieres decirme a mí con esta prueba irrefutable de tu Humanidad perfecta?
Consulto el diccionario y leo: “suspiro: aspiración fuerte y prolongada seguida de una espiración, acompañada a veces de un gemido y que suele demostrar pena, ansia o deseo”. Y me pregunto nuevamente: ¿por qué Jesús sentiste tanta pena al enfrentarte a la sordera y a la dificultad en el hablar?.
Siempre nos han dicho que el peor sordo es el que no quiere oír. Y si traslado este refrán a la audición de tus inspiraciones, comprendo tu suspiro. ¡Qué pena debo darte con la dureza de mi corazón! Pero también te debe dar un gran dolor su inexorable efecto: si no escucho tus inspiraciones ¿cómo voy a hablar de ti con claridad y acierto?.
El suspiro de Jesús me lleva a suplicarle que le diga a mi insensible corazón “Effetá, esto es, ábrete”. Porque si escucho bien a Dios en la oración, si le escucho y le hago caso, mi hablar de su infinito amor será eficaz.