Los vecinos de Nazaret tienen de nuevo a Jesús en su pueblo. Recuerdan que jugaba, siendo un niño como todos, en los patios y en las calles de la aldea. Recuerdan que le vieron aprendiendo de José las artes del servicio carpintero. Y recuerdan que una vez hombre completo, para sacar adelante a su madre María, trabajó duro y parejo en el taller.

Por toda Galilea ya se sabe que en Cafarnaum y en otras poblaciones ha expulsado los demonios y ha curado a los enfermos. Y se sabe que su vida es ejemplar y su doctrina asombrosa. Por eso los de Nazaret esperan a que llegue el sábado con cierto nerviosismo.

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En el día del descanso concurren a la sinagoga. Hay una expectación enorme. Casi todos piensan que Jesús, como ha pasado en otros sitios, expondrá sus enseñanzas y hará seguramente algún milagro.

Se rezan las acostumbradas oraciones y se da lectura a algunos destacados textos de los sagrados libros. El arquisinagogo invita a Cristo a que intervenga. Jesús se sirve de unos versos de un profeta insigne. Anuncia lo que todos anhelaban: la venida del Mesías.

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Sus palabras son sencillas pero contundentes. No tienen la complicación ni la monotonía habitual. Se comprenden por sí mismas. Tienen tal entendimiento que no dejan adormitar a los indiferentes.

Ni siquiera los que le conocen más se explican lo que pasa. Por eso se preguntan: “¿de dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?” (Cf. Marcos 6, 1-6).

Los de Nazaret se sorprendieron de su hablar y sus milagros. A mí lo que me asombra es que Jesús, Hijo de Dios, viviera tantos años –aproximadamente treinta– sin hacer milagros. Me llama la atención que trabajara día a día como todos, que sudara para conseguir los medios para sostenerse y sostener a su mamá, y que gastara la mayor porción de su existencia redentora –aproximadamente treinta años– cumpliendo sus deberes ordinarios. Esto sí que me resulta fascinante.

Me enloquece meditar la vida de trabajo del Señor: imaginarle doblegando la materia para que sirviera a los demás, fijando y negociando el precio de su esfuerzo, dependiendo de la oferta y la demanda, convirtiendo su trabajo en oración, y regresando a casa hecho puré pero contento. Esto sí que me parece prodigioso.

También se lo parece al Papa, que comentando este trabajo de Jesús, nos dice en su carta Laborem exercens;  “esto era también el evangelio del trabajo, pues quien lo proclamaba, Él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret. Y aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar –más bien la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia– no obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al mundo del trabajo, tiene respeto y reconocimiento por el trabajo humano. Se puede decir incluso más: Él mira con amor el trabajo en sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre”.

Y también me parece portentoso que alguien piense que el trabajo es un castigo.