Bien se podría pensar, viendo lo que sucede en la Bahía que Guayaquil es una fiesta. Una fiesta por todo el color que hay ahí. Por los vendedores. Por la comida. Por la gente. Por la vida que se respira.

Aquí hay de todo. Caminando por la calle Colón en dirección al Malecón ya se intuye lo que va a venir. De entrada aparece el cevichero con su balde rodeado de clientes y es como si fuera un truco, la magia está en la realidad que es nuestra vida misma.

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Es domingo y el sol calcina a cada paso. Realmente esto es el trópico. Buscar un lugar para esconderse no resuelve nada. Esta ciudad tiene sus reglas y a la sombra o no, siempre se suda. La humedad. Eso es lo que tenemos.

Poner un pie en la calle Pichincha es toda una aventura. Inmediatamente surge de entre las paredes un montón de personas con toda la variedad de productos que se puede encontrar en estos locales.

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Y el ataque comienza.
—Habla varón, esto es lo tuyo varón, ponte pilas con este pantalón.
—Qué fue ñaño, mira esta camisa, sin compromiso broder.
—Simón diga nomás, zapatos, botas, los originales, venga para acá.

Todo eso y más. Se vienen las ofertas con el toqueteo incluido, la jaladera, alguien que te toma del brazo, alguien que te saluda en forma demasiado amigable, alguien que pretende impresionarte. Todos te hablan, y entre grito y grito solo consiguen aturdirte.

Esos corredores saben miles de historias sobre ventas. Sobre seres humanos que pasan su tiempo ofreciendo mercancías a gente que para ellos no tiene rostro. Todos somos posibles clientes y en la Bahía lo que importa es cuánto llevas en el bolsillo.

Hay ahí un aire recargado de voces, de ruidos. Los televisores con imágenes de un partido de fútbol y todos aglomerados, tratando de mirar quién marca el gol. Se confunden vendedores con compradores, betuneros, vagabundos, chicos que realizan mandados, muchachitas de rostros anochecidos, tipos con cara de oportunistas, los que ofrecen comida.

—Habla con tu seco de pollo. Lleva tu tallarín. Hazte con tu guata.

En todo está presente el ragateo. Eso forma parte de la cultura ciudadana. En Guayaquil siempre hay que regatear, si no, seguro, pensarán que eres de otra parte y las cosas subirán automáticamente de precio. En eso también hay magia.

Sentada en un banquito de madera, una chica come un encebollado. Lleva el cabello rubio recogido con un moño, viste pantalón azul de mezclilla, con la parte frontal descolorida, blusa rosa de mangas pequeñas y zapatos deportivos blancos.

Cuando me mira pasar junto a un local donde venden aparatos eléctricos, se levanta y me llama. En su voz melosa está la trampa.

—¿En qué le puedo servir, mi amor?
Viene el diálogo de compra y venta, la oferta y la demanda, el yo le doy, cuánto ofrece.

El reproductor de discos compactos valía inicialmente 50 dólares. Entonces hay que apelar a la labia.
—Ni que fuera un Sony.
—El Sony cuesta 80. Si quiere se lo muestro.

Enseguida agarra una caja y enseña todo lo que contiene. —Es original.

En la charla que viene después consigo mi tocador de discos en 28 dólares y sin factura. Es de una marca que nunca había escuchado, pero funciona.

Cuando me marcho, con mi funda bien agarrada –ya que en esos pasadizos siempre es posible alguna sorpresa–, ella regresa al encebollado, un par de cucharadas nada más porque enseguida aborda a otra persona, y repite:

—¿En qué le puedo servir, mi amor?