Se trata del Ministerio que consideramos en el cuarto Luminoso del Rosario: la Transfiguración de Jesucristo.
Para acercarnos de algún modo a su contemplación, conviene recordar que Dios al encarnarse quiso hacerse, salvo en la triste mancha del pecado, en todo semejante a los humanos: que su vida fue como la nuestra (con la necesidad de techo y de descanso, de sueño y de vestido, de líquido hidratante y de alimentos) y que nunca pretendió que su divinidad pudiera ser reconocida al margen de la fe.
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Pero en una ocasión –justamente tras haber predicho su Pasión, su Muerte y su Resurrección– decidió manifestar un rayo de su condición divina a solo tres de sus apóstoles: a San Pedro, a Santiago y a San Juan.
“Subió con ellos a una montaña alta –nos cuenta el evangelio– y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús”.
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Son muy pocas las palabras empleadas para describrir la Transfiguración. Sin embargo, después de haber contado lo de los vestidos y lo de los personajes, se añade una aparente pequeñez que enseña mucho: la propuesta inesperada de San Pedro. “Maestro –dice el rudo pescador– ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
¿No resulta llamativo que San Pedro, al pretender eternizar aquel momento, no pensara en una cuarta tienda para él y sus colegas, que se despreocupara de los otros nueve apóstoles, y que olvidara la necesidad de asegurar las provisiones para poder sobrevivir en la montaña?
Disculpándole porque se hallaba entusiasmado, hemos de reconocer que la propuesta de San Pedro fue muy poco razonable. Por eso el evangelio, completamente en serio, advierte que el apóstol “no sabía lo que decía”. Y por eso la respuesta a su proposición fue fulminante: “Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: Este es mi Hijo amado; escúchenle. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos”.
Contrariado se debió quedar San Pedro. De modo que cuando bajaban de aquel monte, quizás temiendo los reproches de Santiago y de San Juan, no debió decir ni una palabra. En cambio quien la dijo fue Jesús. Porque les indicó a los tres severamente: “No cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Y aunque grabaron en sus mentes el mandato, los tres testigos de la Transfiguración, puesto que conectaba con la Muerte y la Resurrección de su Maestro, no pudieron evitar la discusión sobre este punto (Cf. Marcos 9,2-10)
Mas volvamos a la Transfiguración. ¿Por qué quiso Jesús que solo tres privilegiados la gozaran? Para fortalecerles; para que aquellas tres columnas de la Iglesia, cuando vinieran los sucesos dolorosos de su Muerte, no se desconcertaran.
Y, ¿por qué la Transfiguración en la liturgia cuaresmal y en el Rosario? Para que usted y yo, considerando el premio que se nos promete, nos animemos a escuchar al Hijo que reclama una sincera conversión.