Son los misterios de Luz: el Bautismo del Señor, su autorrevelación en las bodas de Caná, la proclamación del Reino y su invitación a convertirnos, su Transfiguración, y la locura de quedarse con nosotros en el sacramento de la Eucaristía. Cinco ventanales más para admirar el deslumbrante rostro del Señor, asidos a la mano de su Madre.
Pues bien, un resumen del tercer nuevo misterio lo encontramos en texto que hoy ofrece el evangelio de la misa: “Cuando arrestaron a Juan –nos recuerda escuetamente– Jesús marchó a Galilea para proclamar el Evangelio. Decía: se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios, conviértanse y crean en el Evangelio”. Este Reino de que hablaba el Salvador no era igual al que esperaba el pueblo. No se basaría en logros materiales ni en la violenta fuerza de las armas. Sería nada menos que la Iglesia, el misterio de la comunión con Dios de cada ser humano y de los hombres entre sí. Un Reino de Verdad y de Justicia, de Paz, y Amor para sus hijos todos, y además un Reino eterno.
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De este Reino inminente, que sería ya definitivamente establecido por su Cruz y su Resurrección, no quiso en un primer momento dar detalles. Se limitó a explicar lo que se debe hacer para alcanzarlo: convertirse y creer.
Cuando medito este evangelio me fijo en lo que Cristo pide a todos: un vuelco en la manera de pensar y de sentir y de actuar; un andar más orientado a Dios. Este cambio variará según las circunstancias personales.
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No puede ser igual la conversión de quien ignora que Jesús es Dios que la de aquel que cree en Él. Tampoco tomará las mismas decisiones el que no practica (o el que practica tibiamente) que quien procura no apartarse de su Amor.
Pero la urgencia de afinar el rumbo nos afecta a todos. Tanto en su aspecto “negativo” de rechazo al pecado, como en su aspecto “positivo” de adhesión al bien.
Además, la conversión no debe ser un acto momentáneo. Ha de ser estado habitual del alma. Porque si se descubre a Dios y su Misericordia, no es posible conformarse con amarle siempre igual; hay que amarle siempre más. Hay que vivir, como decía el Papa el año ochenta del pasado siglo, “en estado de continua conversión”.
Cuando medito este misterio luminoso cada jueves, primero pienso en mí. En la necesidad que tengo de escuchar lo que el Señor me inspira, de dominar mi fantasía, de practicar la caridad y la justicia más a fondo, de olvidar ya de una vez tanta pavada.
Luego pienso en la necesidad de conversión que tiene el mundo entero. Y recuerdo lo que hicieron, cuando oyeron a Jesús que les llamaba, cuatro valientes varones. Nos explica el evangelio que los dos primeros (Pedro y Andrés) dejaron al instante pesca y redes, y que los dos segundos (Santiago y Juan) dejaron más aún padre, barca y jornaleros.
Así pudieron ser capaces de lograr la conversión de muchos. Jesús los hizo pescadores de otro tipo (de mujeres y varones decididos a servir a Dios) porque se convirtieron esa vez y siempre (Cf. Marcos 1, 14-20).
Por eso me pregunto en el tercero de los luminosos, ¿cómo van a convertirse los demás si yo no me convierto en este instante, si sigo como esclavizado por “mis” barcas y “mis” redes?