Como el título, así es la ecuatoriana. Esta afirmación puede sostenerse con argumentos históricos. Basta mencionar las grandes desigualdades sociales que se mantienen, las lamentables condiciones de la red de carreteras y caminos del territorio nacional, los precarios niveles en la prestación de servicios básicos –como agua potable, alcantarillado, energía eléctrica–, los problemas en el sistema público y privado de educación o de salud, la corrupción que ahoga y envilece, y tantas otras realidades que muestran serias carencias y debilidades políticas y socioculturales; y lo que es más grave: incapacidad histórica para superarlas.

¿Cómo no reconocernos en esa dimensión? Y al hacerlo, cómo no indignarnos y avergonzarnos, para desde ahí cambiar y ser mejores en la utilización de los recursos públicos, en el respeto al medioambiente, en la búsqueda inclaudicable del imperio de la ley y en el afán de servir al otro, especialmente al que menos tiene.

Recursos humanos políticos

La política es una de las más altruistas formas de vivir en sociedad, porque su objetivo es el servicio a la gente para que pueda tener acceso a servicios de calidad, garantía de contar con dotación de energía fiable, acceso a buenos sistemas de educación, de salud y que se sienta segura y protegida. De eso se trata. Hacer lo necesario, en el marco jurídico vigente, para que la gente viva bien y pueda proyectarse. Es la tarea más compleja y socialmente más importante.

Personalmente, sigo con interés lo que sucede en la política argentina con el presidente Milei, quien a menudo raya en lo cuestionable y estrambótico, transmitiendo también su profunda convicción respecto a la incorrección de ciertas situaciones de la política de su país atravesadas por el abuso de quienes se han aprovechado y se aprovechan de lo público, con cuyos recursos pagan sus beneficios y prebendas, defendidos a dentelladas porque arguyen que son producto de sus luchas gremiales. Eso estaría bien si todos accedieran a esas conquistas y no fueran abusivas y corruptas.

Acá pasa algo igual. Pasó lo mismo a lo largo de la historia, con las excepciones que solamente confirman la regla. La política como reducto recurrente de la frivolidad, caudillismo, desparpajo y corrupción. Prepotente y casi ignorante. Con algún conocimiento puntual que aguza la ceguera y azuza la vanidad.

La solemnidad como consecuencia de la inmensa tarea que se tiene que cumplir, la abnegación como método, la sensibilidad para entender el drama del pueblo, la mesura para cuidar pensamientos y acciones, la humildad para conectarse y poder servir desde el sentimiento de solidaridad humana, tan utilizado en plegarias y discursos y tan lejano de sus pequeños corazones, no son características que definan la personalidad de quienes se han encargado y se encargan del manejo de la cosa pública, con las excepciones de rigor. En su lugar emergen desafiantes algunas características marcadas por la petulancia, autoritarismo y menosprecio a los que piensan diferente.

Si lo dicho fuese un error, no estaríamos como estamos, sin luz, sin carreteras, más pobres, sin futuro, luchando cada día para sobrevivir y para que no nos maten en cualquier recodo. (O)