Circula en las redes sociales el video de una persona que, con mucho entusiasmo, pide a los ecuatorianos apoyar las gestiones del gobierno del presidente Daniel Noboa porque el nuevo mandatario es un dirigente joven que ha escogido a jóvenes y a civiles para desempeñar los cargos más importantes en el gabinete de ministros. Dice que, seguramente, algunos de ellos no tienen experiencia pero, en cambio, cuentan con una visión distinta, y por eso alaba la frescura de estos nuevos elegidos, porque antes los demás ya han fracasado. Aboga por un recambio en la política que empieza con rostros nuevos, y no con los mismos de siempre.

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Esta comparación entre las capacidades de los jóvenes y los viejos abarca prácticamente toda la historia humana. Poco antes del asesinato de Julio César, en los idus de marzo del año 44 a. C., Marco Tulio Cicerón concluía un breve escrito sobre la vejez titulado De senectute. En el mundo griego antiguo, si alguien llegaba a la edad adulta, tenía buenas posibilidades de vivir setenta años o más. Cicerón ve en el envejecimiento un arte y así hay ediciones modernas que traducen su tratado, El arte de envejecer. En esta obra, Catón asume la idea de que no saben lo que hablan quienes afirman que los viejos son inútiles.

Ni todos los jóvenes son floridos ni todos los viejos marchitos. Hay jóvenes necios y viejos necios, especialmente en política.

Y recuerda que la principal institución de Roma, el Senado, se llama así porque acogía a hombres mayores. Y, entre los espartanos, se llamaba ancianos a los magistrados de alto rango. “Si estudias la historia de los pueblos extranjeros, aprenderás que los jóvenes destruyen los países más excelsos y los viejos los salvan y restauran”. Y cita una comedia de Nevio, uno de los primeros dramaturgos romanos: “Dime, ¿cómo pudieron perder una nación tan deprisa?”. La respuesta es: “Escuchando a políticos novatos, necios y jóvenes”. Y Cicerón concluye: “Ya ves que la imprudencia es propia de la edad florida y la sabiduría de la marchita”.

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Cuando el velero Pharaon atraca en el puerto de Marsella, un joven de 19 años, aunque ducho en los asuntos del mar, le informa al naviero sobre los más recientes acontecimientos sucedidos en la travesía, que han concluido con la muerte del viejo capitán, por lo que Edmond Dantès ha debido asumir el mando hasta completar el periplo previsto. El naviero, ante esta luctuosa noticia, exclama: “Todos somos mortales, y es menester que los viejos dejen paso a los jóvenes, pues de lo contrario no habría progreso”. Esta es una de las primeras escenas de El conde de Montecristo, la novela de Alexandre Dumas (1802-1870).

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De modo que continuamos poniendo en la balanza las virtudes de ser joven frente a las de ser viejo. Pero, en realidad, ¿los mayores nos hemos puesto a pensar sobre aquello que nosotros cuando jóvenes creíamos saber firmemente? ¿No sentimos dominar el mundo y saber todo de la revolución social, de las relaciones entre hombres y mujeres, saber todo de la vida? ¿Ahora cómo vemos lo jóvenes que fuimos y qué han sido de esas certezas tan fuertes de antes? Ni todos los jóvenes son floridos ni todos los viejos marchitos. Hay jóvenes necios y viejos necios, especialmente en política. ¿Qué será de los jóvenes de hoy después de treinta años? (O)