Nuestra formación como personas depende, en gran parte, del entorno en que crecimos. Aprendemos de lo que vemos, escuchamos, leemos. En este sentido, los procesos educativos juegan un rol fundamental en la formación ciudadana y habría que esperar que quienes aspiran a educación universitaria cuenten con los conocimientos y las habilidades mínimos para tener un buen desempeño en la carrera profesional escogida. Ya que los ambientes educativos son diferentes, los aprendizajes al finalizar la educación secundaria también variarán en cantidad y calidad.

El 21 de febrero de 2024 el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineval) presentó los resultados de la evaluación Ser Estudiante 2023, aplicada a los subniveles de educación general básica (elemental, media y superior) y al nivel del bachillerato. El objetivo fue medir los aprendizajes en matemática, lengua y literatura, ciencias naturales y ciencias sociales. Con los resultados, se mide la calidad educativa y se generan políticas públicas que contribuyan a mejorarla.

Dado que el medio educativo en el que me desempeño es la docencia universitaria en medicina, me llamó especialmente la atención el resultado del ítem relativo al tercer año de bachillerato general unificado que evalúa estudiantes de aproximadamente 17 años: 8 de cada 10 estudiantes no alcanzan el nivel mínimo de competencia en lengua y literatura; 7 de cada 10 estudiantes no alcanzan el nivel mínimo de competencia en matemática. Aunque en la página oficial se afirma que hay mejoría respecto a los resultados del año 2022, no solo que esa “mejoría” no alcanza ni a superar el mínimo requerido, sino que es altamente preocupante que los bachilleres ingresen a la universidad con carencias de ese nivel.

Esto me explica, en parte, lo que he venido observando los últimos diez años de docencia y que me causa congoja. La preparación estudiantil es pobrísima en conocimientos y habilidades generales: ciencias básicas, expresión lingüística, ortografía, comprensión lectora, métodos de estudio, destrezas argumentativas, entre otras. A esto se suma el poco o ningún interés que los estudiantes muestran por aprender y el empeño que ponen en aprobar como sea una asignatura (aunque no sepan lo que deben saber). Las nuevas mallas curriculares han disminuido considerablemente la importancia evaluativa de las áreas clínicas, lo que favorece el desinterés y el poco esfuerzo estudiantil en aprender bien. Es frecuente que estudiantes contraten a otros para que hagan por ellos el trabajo que les corresponde elaborar, una práctica que normaliza actos de fraude académico sin reparar en que son actos de corrupción, algo de lo que tanto nos quejamos los ecuatorianos. Si a esto se añade la carencia de docentes calificados para la cátedra correspondiente, el círculo educativo en medicina se cierra de manera viciosa: los futuros docentes serán los médicos graduados de ahora.

La situación es gravísima en todos los sentidos, porque los nuevos (mal formados) médicos serán, además, los médicos que pasarán a ser parte del sistema de salud del país, en función pública y en actividad privada. ¿Hay alguna conciencia de lo que esto implica? (O)