Supongo que nos sucede casi a todos frisar la muerte, sea saliendo ilesos de un accidente, una caída brutal, un asalto, una disfunción en el corazón, en el cerebro. La muerte no pone fecha, es imprevisible, puede llegar del modo más insólito. Recuerdo que una de mis alumnas, hace muchos años, salía del Hotel Miramar, en Salinas, se aprestaba a cruzar la calle, dio unos pasos por la vereda en el preciso momento en que un obrero dejó caer su martillo desde lo alto de un edificio en construcción. La pesada herramienta golpeó con tremenda fuerza la cabeza de la joven, la muerte fue instantánea. También recuerdo un accidente que tuve casi al llegar a Ambato, se trabó la caja automática del vehículo. Después de dar tres vueltas de campana, el auto quedó aplastado con las ruedas apuntando hacia el cielo. Mi esposa y mi hija viajaban conmigo, los tres salimos ilesos, no llevábamos puesto el cinturón de seguridad. Unos llaman a eso providencia, otros dicen suerte, yo prefiero casualidad. ¿Por qué se encontraban tres mil personas en las Torres Gemelas? Muchos de nosotros, siendo turistas, subimos hasta el último piso para tomar fotografías. Siendo pesimistas y sabiendo que la posibilidad de sufrir un accidente en avión es mínima: una entre 2,4 millones, podríamos pensar que aquel uno por ciento nos tocará. Es aterradora la cantidad de pasajeros que muere cada año en accidentes de buses interprovinciales.

Muchos años han pasado. De repente mi corazón manda señales inquietantes, se produce una angina, puede ser una fibrilación. Cuando uno siente que podría estar muriendo, la mente anda veloz, repasamos lo que sucedió en nuestra vida, puede ser algo cercano, recuerdos de un tiempo remoto. Es como un ensayo general para nuestro fallecimiento. No creo en otra vida, tampoco en aquel aterrador juicio final, hace mucho tiempo que no me dejo llevar por el pavor religioso, la visión del infierno. Pienso que nuestra conciencia puede ser implacable jueza si logramos analizarnos sin complacencia. Prefiero usar la palabra error y no pecado. Hay errores muy graves sobre todo cuando lastimamos a alguien psicológicamente. Están las infidelidades, traiciones, mentiras, rupturas dolorosas, faltas que no nos perdonamos y siguen taladrando el alma. Los errores, a veces, se pagan aquí en la tierra, podemos perder un trabajo, un amor. Cuando despierta la conciencia, se mide el daño, de poco sirve el arrepentimiento. Quizás hemos hecho sollozar a un ser amado, pisoteando su confianza. Se evalúa sin piedad el deterioro, a veces el daño es irreversible.

No deberíamos enjuiciar a los demás sino dirigir la cámara hacia lo que somos, lo que hacemos, lo que deshacemos, pues así como se hace el amor también se lo deshace: “¿Qué tienes detrás del parabrisas? ¿A quién miras? ¿Quién te persigue? ¿Quién te acosa? ¿De quién huyes? ¿Por qué esa tensión psicológica que mata la serenidad, la tranquilidad?” (Rubén Darío Buitrón). No creo en pecados heredados, me suenan poco originales, somos a la vez lo que construimos, lo que hemos destruido, aquella caída en barrena de la conciencia. Con manchas indelebles, la vida no admite borradores. (O)