El patio de mi casa es muy particular, cuando llueve se moja como los demás, decía la canción infantil; sin embargo, mi casa no era como las demás. “Si no tienes nada bueno que decir, mejor no digas nada”, recalcaba papá cuando empezábamos a descalificar a alguien. La idea de que descalificar al otro no nos hacía mejores a nosotras, caló hondo. Supimos siempre que había que ser buenas personas y que debíamos mirar la viga que teníamos en el ojo y no la paja que pudieran tener los otros.

Por esta razón, el otro día anuncié en las redes sociales que en una ceremonia corta pero emotiva me alejaría de la política hasta que pasara la avalancha de insultos de todos contra todos, y así lo he hecho en la medida de lo posible.

¡Banquero! Le dicen a Guillermo Lasso, como si eso fuera un insulto. Es un oficio al que yo le tengo muchos reparos porque me parece que a veces se extralimitan, pero no hacen, ni cobran, ni dejan de hacer nada que las leyes de la revolución ciudadana no les permita, Entonces, ¿a quién hay que reclamar?

¡Corrupto! Le gritan a Lenín Moreno, sin prueba alguna de ello. Circulan una información en la que hasta cambian el segundo apellido de sus hijas, le endosan un hijo que no tiene y hablan de un pariente alcólico (así, sin h), que ocupa algún cargo público.

Toda esta basura es la que partidarios de uno y otro candidato circulan en las redes sociales como si nada, tan campantes, con una solvencia que es un insulto a la inteligencia. De lado y lado, solo oigo insultos y descalificaciones. ¡No eres más inteligente si el otro es tonto! Quisiera escribir, pero me detengo, sería gastar pólvora en gallinazo, porque al parecer estamos viviendo igual que en el Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, ciegos, completamente ciegos.

No sé si siempre fue así y yo no me percaté, pero a mí me da la sensación de que fue este Gobierno el que implantó un Estado de propaganda permanente que nos enloqueció e impuso como norma el hablar de política, sea en contra o a favor, a toda hora, todos los días, hasta el agotamiento y la náusea. A ratos pienso que fue el propio mashi Rafael quien implantó el compás de la descalificación y puso a bailar a todos a ese ritmo.

Si la política es impresentable, grosera y ruin, ¿por qué la sentamos a la mesa?, ¿por qué la metemos a la cama?, ¿por qué nos dejamos embrutecer? Tal vez en ese punto ya no hay vuelta atrás, ya las cartas están echadas y el pueblo ecuatoriano sordo, pero yo sí quisiera decir, al menos una última vez: ¡Si no tienen nada bueno que decir, no digan nada! No perdamos la cordura, los amigos, las parejas, este país no va a cambiar mientras no lo cambiemos desde adentro, siendo decentes y honrados en todas y cada una de nuestras acciones, siendo respetuosos de los otros y de nosotros mismos.

(O)