Las Olimpiadas de Río fueron una excelente oportunidad para ver que la vida se manifiesta inacabable en los deportes. La pasión, el drama, la gloria, la frustración, la hermandad y el antagonismo. Nuestra humanidad, en definitiva, con sus luces y sombras. La vida bulle en las anotaciones, en la velocidad, en los saltos, en las brazadas, donde nos vemos retratados en nuestras grandezas y pequeñeces. El deporte es un excelente espejo donde nos reflejamos como sociedades y como individuos. De lo que somos capaces de hacer, ya sea apelando a los valores humanistas intrínsecos al deporte, o desde las ventajas desleales, que es donde el poder se parapeta.

Esto quedó claro con las crisis institucionales que deportes como el fútbol, el atletismo y el boxeo han sufrido desde 2015. El dinero y el poder lo están corrompiendo todo, escondidos en las escusas perfectas: los valores humanistas del deporte y las emociones globales que generan. Esa relación ha permitido generar megaeventos que han perdido el sentido de las proporciones –con el caso brasilero como paradoja ejemplar– entre lo que es necesario para los países y los costos que implica organizar mundiales y olimpiadas. O de cómo se sacan tajadas y se buscan atajos de todo tipo para lucrar, ya sea en la organización de los eventos, en la designación de sedes o por los fraudes en los mecanismos de regulación de los deportes. Se vuelve esencial atacar el problema de la corrupción deportiva desde la base, transparentando procedimientos, reforzando las veedurías y regulando los costos de organizar eventos.

También aparecen contradicciones en un principio fundamental de las sociedades y los deportes: la igualdad. Es un principio constitucional y deportivo-valórico: todos debemos ser tratados por igual y deberíamos competir en igualdad de condiciones. Pero, en los hechos, somos desiguales por origen. En las olimpiadas sabemos que los países de mayor ingreso per cápita o de más alto gasto por deportista tienen posibilidades más altas de ganar una medalla que los países pobres o que no cuentan con programas deportivos de alto rendimiento. Siempre habrá excepciones a nivel de países o individuos, que, paradójicamente, nos recordarán la existencia de esas desigualdades. No obstante, permitimos que los países compitan. Lo complejo siempre será cómo emparejar las condiciones. ¿Se les da ventaja a los más desfavorecidos? ¿Se regula para “abajo”? ¿Los grandes serán colaborativos? Son preguntas recurrentes en la historia humana, sin una sola respuesta.

La gran pregunta es por qué una condición genética –no muy distinta a la que atletas con mejor predisposición a la velocidad (keniatas y jamaiquinos) pudieran tener– significa tener ventajas. Y por qué en unas situaciones se discrimina y en otras no, pensando que esto se puede extender a los derechos de los grupos LGTBI para competir como hombres o mujeres.

Adicionalmente surge el problema de cómo establecer diferenciaciones. Pensamos que estas son naturales cuando las planteamos por edad o sexo. En algunos deportes clasificamos por pesos, pero en otros no clasificamos por altura o envergadura. El criterio no es único. Cuando deportistas intersexuales como Caster Semenya ganan una medalla de oro, el debate sobre qué consideramos hombre o mujer, y cómo lidiamos con esa clasificación, toma un curso fascinante. A partir del caso de Semenya, la Federación Internacional de Atletismo (IAFF) había determinado que las atletas intersexuales debían “doparse” para bajar sus niveles de testosterona, porque supuestamente tienen ventaja competitiva. No obstante, esto no se aplica con los hombres, en donde algunos podrían tener niveles sobrenormales que también les dan ventaja. Ese fue el argumento que el Comité de Apelaciones Deportivas (CAS) usó a favor de otra atleta intersexual, Dutee Chand, para que las deportistas con su condición puedan competir sin ajustar sus niveles de testosterona. La gran pregunta es por qué una condición genética –no muy distinta a la que atletas con mejor predisposición a la velocidad (keniatas y jamaiquinos) pudieran tener– significa tener ventajas. Y por qué en unas situaciones se discrimina y en otras no, pensando que esto se puede extender a los derechos de los grupos LGTBI para competir como hombres o mujeres.

En nuestras sociedades estigmatizamos al resto, sobre los que vertimos nuestros prejuicios. En el deporte ocurre lo mismo. El caso más patético fue el de la judoca brasilera Rafaela Silva, que durante las Olimpiadas de Londres fue vejada por muchos de sus compatriotas, que se burlaron cruelmente de su raza, sexo y origen (nació y vive en la favela Cidade de Deus) y hoy es aclamada por haber ganado la medalla de oro en su natal Río de Janeiro. Por el contrario, a los ídolos les damos una línea de crédito gigantesca, a pesar de que son tan humanos como el resto. Y pueden llegar a mentir cuando son pillados en falta, como ocurrió con el nadador Ryan Lochte.

Más allá de todos esos claroscuros, los deportes y, particularmente, citas como las olimpiadas, son extraordinariamente convocantes. Porque, a pesar de las contradicciones y fragilidad, de la posibilidad de fraude y las inquinas del poder, los deportistas buscan la excelencia. Esa que demanda un esfuerzo diario y silencioso. Esa que nos recuerda que en la vida, lo mejor de uno requiere la misma disciplina cotidiana. (O)