Mi abuela era una “pistolera” profesional; donde ponía el ojo ponía la bala y nadie se resistía. A las veinte horas empezaba la balacera en nuestra casa de Puerto Bolívar. Yo la veía disparar con agilidad, el barrio se alteraba. Ella ponía dos “proyectiles” en mi plato y con el rubor adolescente por la escandalosa merienda, yo miraba por las rendijas a mis amigos guareciéndose de alguna “bala loca”. “¿Quién disparaba en tu casa?”, preguntaba mi mejor amigo y vecino Yorgi, para matar su curiosidad. “Era mi tío, el policía, tirando al aire”, solía mentirle, ocultando que era mi viejita sentada en el piso con sus piedras –base y manual– domando los plátanos cocidos hasta convertirlos en deliciosa masa.

En Telembí, pueblo del río Cayapas de Esmeraldas, la balacera empezaba a las diecinueve horas. Las casas emitían detonaciones entre risas, agudas conversaciones onomatopéyicas, y todos alrededor de la moledora disfrutaban del banquete, aprovechando sus platanales sembrados a pulso para alimentar a todo el pueblo.

Ciertos historiadores señalan que el plátano es originario del sudeste asiático, luego deambula por India, algunos países europeos, árabes y africanos. A inicios del siglo XVI, Tomás de Berlanga lo introduce en las Antillas desde las Canarias. Alejandro García de la Universidad de La Habana, en Santo, seña y ruta histórica del plátano hasta Cuba, manifiesta que uno de sus nombres más antiguos –pisang– proviene del sánscrito, relacionado quizá a su color ya maduro, y que los malayos lo llaman palan, nombres con que recorrió el mundo. Apunta también la posibilidad de corrupción de las denominaciones originales del plátano y banano vinculados a la etimología latina; fitónimos usados mayormente en Europa y América con las variantes: pala, palan, balam o bala.

Del plátano percutido insistentemente sobre una piedra, cuyo ruido se asemeja a un disparo –como escuché a algunos mayores– surge la bala, acompañante de muchas comidas afroecuatorianas. En el Caribe tiene como parientes al fufú cubano, mofongo puertorriqueño, mangú dominicano. Existen la bala guascosa de masa chúcara y la barbona con trozos deshilachados de carne. Quizá el flujo migratorio y la interculturalidad gastronómica lo mutaron hacia el bolón con chicharrón o queso y otras recetas derivadas del plátano. Recientemente en San Miguel del Cayapas aparecieron dos en mi plato acompañando un encocado, sin escuchar detonación alguna en la casa: “Es bala majada” –molida sin percutir–, aclaró la anfitriona, mostrándome cómo ejecutaba su “arma” silenciosa.

Considero que esta herencia culinaria debería ser reconocida, promovida y más difundida, como parte de una cultura nacional que pervive principalmente en los campos esmeraldeños, para tributar a aquellas manos que cosechan y muelen los plátanos; esos aromas escapados por las ventanas tras los últimos bang nocturnos; los pueblos campestres y ribereños, guardianes fieles de nuestras tradiciones; los colinos, los sombreros y turbantes protectores; los racimos sobre las espaldas; el hacha, la leña, el agua “bendita” del río hirviendo en la olla; el machete y el garabato cantando en las mingas comunitarias.

Enterado de la verdad, Yorgi empezó a devorar balas con asombrosa destreza; “cholo come-bala como negro” le decía, él reía saboreando las delicias de mi abuela. Ambos partieron. Con seguridad protegen nuestro secreto, inventándole a las estrellas de dónde salen esos “disparos”. (O)