Preguntaba Martín Buber ¿es posible creer en Dios después de Auschwitz? Y añadía, se puede creer, pero ¿se puede hablar a ese Dios que permitió tal horror? La respuesta del filósofo judío era afirmativa, porque decía que no era Dios quien había traicionado, porque la presencia divina depende de los que la encuentran o se ocultan. Entonces, interrogamos ¿tiene sentido que un ecuatoriano en 2016, hable en oración a ese Dios que permitió la tragedia del día 16? Igual, los terremotos son parte del “paquete” que adquiere quien quiere vivir en un país sísmico, ocurrirán tarde o temprano y hay que aprender a vivir con ellos. Pero si nuestra imprevisión, la construcción en terrenos deleznables, la obsesión con el concreto y los edificios altos, la violación de normas legales y otras faltas humanas convierten a un terremoto en catástrofe no es una traición del autor de la Naturaleza, que en su infinita sabiduría sabe el sentido de los movimientos telúricos. Esto se me vino a la mente leyendo que el geólogo Hugo Yépez sostiene, con toda razón, que los terremotos no matan, sino las estructuras humanas que fallan.

Asumida esta situación, ¿qué se puede decir cuando rezamos? Tenemos un concepto pedigüeño y mendicante de la oración. A Dios no se le piden cosas, porque el plan de la creación no se cambiará porque digamos más o menos preces. Lo que se puede pedir es entender, se implora la luz que nos permite descifrar la voluntad suprema. Si nos ocultamos de esa luz, ya sabemos a qué atenernos. Iluminados podemos clamar por cambios, por transformaciones en nosotros mismos para adaptarnos a los divinos designios. Esa es la conclusión radical de la oración de Getsemaní: “hágase tu voluntad y no la mía”... por amargo que sea el cáliz.

Así, las catástrofes de la Naturaleza, previsibles aunque no predecibles, se asumen con una responsabilidad ética por los individuos y por la sociedad. No podemos pedir, y menos en estos países, que no se produzcan sismos. Pero sí solicitar entereza y constancia para prepararnos para estos eventos. Todo empieza en establecer una forma de vida más acorde con la naturaleza. Las grandes ciudades son creaciones políticas, los Estados, al concentrar en estos núcleos los servicios, atraen a grandes multitudes a vivir en ellos. Las megápolis son un dulce para los políticos, que pueden contentar de manera fácil a enormes muchedumbres. Un modelo más desagregado sería menos vulnerable. Necesitamos más disciplina social practicada a diario, hora por hora. Debe haber entidades especializadas en el manejo de catástrofes. Se han de mantener fondos de previsión a los que recurrir. La seguridad es un imperativo que no se puede diluir con actitudes buenistas. La política, como la oración, no es un espacio para pedir y dar dádivas, sino para proponer acciones. ¿Estoy predicando hacer lo contrario de todo lo que se hizo en los últimos diez años? Sí, pero diría que en los últimos sesenta años o más. (O)