El excelentísimo señor presidente de la República ha pedido que le envíen una lista de los funcionarios que se han enriquecido durante su gobierno. Hasta que alguien complete esa tarea en la que –imagino– muchos estarán empeñados, tal vez resulte necesario enviarle una de aquellos que se han empobrecido.

En efecto, a lo largo y ancho del gobierno de la revolución ciudadana hay muchos funcionarios que han caído en la miseria. A todos ellos el excelentísimo señor presidente de la República debería tomarles en cuenta para, haciendo caso a los latidos de su corazón ardiente, otorgarles un bono de dignidad.

Hay una larga nómina de aquellos que olvidaron los principios que con tanta pasión defendieron cuando no formaban parte de la revolución ciudadana. Algunos eran periodistas. Después, súbitamente enmudecieron cuando el excelentísimo señor presidente comenzó a arremeter contra la libertad de expresión y acusar de corrupto a todo medio que no está bajo su control. Ellos, que luchaban contra la arbitrariedad, el despotismo, el autoritarismo, la falta de claridad en el manejo de los recursos del Estado, ahora se escudan en el silencio. Ellos, a pesar de su salario, sus viáticos, sus carros con chofer, sus guardaespaldas, no se han enriquecido: se han empobrecido. Han perdido sus arrestos y han ganado en sumisión. Se han transformado en unos corifeos que obedecen a la voz de su amo a quien, más que respetar, temen con temor reverencial. Ahí están. Son fácilmente identificables, con su mirada torva y la mano estirada con la que recogen todo lo mucho que les cae del poder.

Hay otros que hablaban de revolución, la pregonaban a viva voz y parecía que la buscaban limpia, ansiosamente. Hasta que la encontraron. La revolución ha llegado a ser para ellos la gran oportunidad para gozar de privilegios. Sus viviendas se convirtieron –por obra de birlibirloque– en suntuosas casas ubicadas en barrios a los que el excelentísimo señor presidente de la República califica de pelucones. Sus colchones de aire se volvieron yates; sus cuentas de ahorro, en unas de depósito en el exterior; sus vacaciones, en paseos por Miami y por Europa. Pobrecitos ellos, que comenzaron a conjugar el tiempo de la revolución en la primera persona del singular: ¿Qué llevo yo si hay que comprar algo para el Estado?, se preguntan. Si hay que adquirir medicinas, primero curan la salud de su bolsillo. Son pobres de solemnidad: perdieron toda noción de la ética, del pudor. Vengan los contratos sin licitación, otorgados a dedo. Vengan los sobreprecios que nadie controla. Vengan las obras faraónicas, que son las que dejan mayores utilidades. Yo sirvo a la revolución pero la revolución me sirve a mí con creces, dicen con voz engolada y, sobre todo, festiva, cantarina, alegre.

Por último, están esos pobres que, por su vanidad, su prepotencia y su soberbia, creen que el Estado está personificado en ellos. Actúan a espaldas de las leyes y de los organismos a los que deberían rendir cuentas. La razón está en ellos. La verdad está en ellos. Las únicas normas que existen son las que ellos imponen con desafiante, necio autoritarismo. Pobres de ellos –¡pobres!– el día en que la democracia vuelva a instaurarse en el país.(O)