Cuenca es una ciudad de ensueño. Suena a cliché. A frase hecha. Lugar común. Pero es de ensueño porque, entre otras cosas, bastan quince minutos de viaje en cualquier dirección para cambiar el ambiente urbano por uno rural.

Quizá es esta característica la que ha evitado que la ciudad tenga en su entorno un cinturón de invasiones o “ciudadelas miseria”: la proximidad y un efectivo sistema de transportación rural provocan que la migración interna no tenga las mismas dimensiones –y consecuencias– que la externa. Los trabajadores ocasionales pueden ir y venir diariamente de sus parroquias rurales o cantones provinciales.

Pero la ciudad ha crecido. Crece. A tal punto que resulta imprescindible pensar en proyectos con nuevas dimensiones: agua potable, ordenamiento urbano, movilidad, transportación… Aunque en el fondo de intenciones y nostalgias, a muchos nos hubiese gustado quedarnos con esa ciudad medio bucólica, madrugadora, conventual y atea al mismo tiempo. Una ciudad de otros tiempos.

Pero la urbe ha crecido. Crece. Y en este nuevo escenario hay un proyecto de la actual administración que, cambios de por medio y según los proponentes, busca ubicar a Cuenca en una realidad que atienda y entienda las demandas del próximo medio siglo: la nueva circunvalación. Un proyecto que demanda una gran inversión y que está obligado a escuchar todas las voces, no solo las aduladoras, sino sobre todo las cuestionadoras.

El proyecto –una vía de seis carriles con parterre central, de 53 kilómetros de largo– tenía un costo inicial de 719’729.654 dólares, precio que se redujo, a cuenta de una sola observación, a 543’341.992 dólares. Es decir, de un solo “sabatinazo” –Rafael Correa cuestionó el precio en una intervención pública– el costo de la obra se abarató en 176’387.662 dólares.

Los proponentes dicen que eso fue posible porque ya no construirán estaciones de peajes, ni tampoco se indemnizará a todos los afectados. Como sea, la nueva propuesta tiene un “ahorro” de casi 180 millones de dólares –el emplazamiento del tranvía en el centro urbano de Cuenca para mejorar la movilidad humana tiene un costo de 232 millones de dólares– y seguramente habrá cómo hacer más ajustes. Indudablemente.

Pero lo que más preocupa a determinados sectores de la sociedad cuencana son los impactos que pueda tener el proyecto vial en la reserva agrícola que circunda a la ciudad: una especie de huertos productivos capaces de proveer alimentos vegetales a las provincias circundantes, como Guayas y El Oro.

La nueva circunvalación incorporaría al perímetro urbano a parroquias rurales como Llacao, Ricaurte, Sidcay, Sinincay, San Joaquín, Sayausí, Baños y Tarqui. Nombres familiares para quienes hacen turismo interno y saben que de Ricaurte salen las especialidades culinarias del cobayo, de San Joaquín vivimos muchos de los vegetarianos, o que en Tarqui se concentra una gran producción lechera.

El temor, dicen los detractores, es que esta vía reduzca las fronteras agrícolas y ecológicas a cuenta de incorporar al área urbana los territorios enlazados con su trazado. Una nueva área urbana que, además, exigirá la inversión en más servicios públicos. Es decir, un problema en lugar de una solución.

Lo cierto es que, al menos, aún hay tiempo para debatirlo. Ajustarlo. Proyectarlo.

Ciudades grandes no son, necesariamente, sinónimo de desarrollo.