Aparte de subsistir con los íntimos temores de cada cual, quienes habitan en Quito y sus alrededores están experimentando, en estos días, un miedo adicional acrecentado por repetidos movimientos telúricos de consideración, pues en estas circunstancias volvemos a sentir la gigantesca potencia de la naturaleza para trastocar, de un solo golpe y en poquísimos segundos, los destinos de miles y miles de personas. ¿Nos enseñarán los varios sismos de esta última semana lecciones gratificantes para todos sin excepción? ¿Será realista admitir que estamos amenazados por temblores de mayor magnitud que la de 5,1 en la escala de Richter del martes 12?

Carlos Monsiváis, en Entrada libre: crónicas de la sociedad que se organiza (1987), al repasar los días del terremoto de magnitud 8,1 de septiembre de 1985 en la ciudad de México, reconoció que la fuerza destructiva de la naturaleza transformó completamente a los ciudadanos: de ser miembros pasivos, se convirtieron en portadores de un poder efectivo distinto al del Estado. Un cataclismo natural puede ser más contundente y decisivo que una revolución política, pues a veces da lugar a una inusual redistribución y toma de los poderes; allá se produjo “la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil”.

La desorganización y el desconcierto de las autoridades frente a la tragedia propició que el siniestro fuera traduciéndose en crítica al gobierno mexicano. La gente en las calles animó el surgimiento de un nuevo protagonista social: “Las multitudes forzadas a actuar por su cuenta, la autogestión que suple a una burocracia pasmada o sobrepasada”. En circunstancias dolorosas los pueblos confirman que están mal gobernados y se deciden a actuar con una firmeza sin precedentes. El trabajo voluntario de los rescatistas que peleaban por cada vida entre los escombros les reveló, allá, que la “democracia puede ser también la importancia súbita de cada persona”.

Otro mexicano, Juan Villoro, padeció en Santiago el terremoto de febrero del 2010. En su libro 8,8: el miedo en el espejo. Una crónica del terremoto en Chile (2010) leemos que aprendió que “las réplicas más fuertes de un sismo son psicológicas”; que “los terremotos son inspectores de la honradez arquitectónica”; que “los terremotos representan un striptease moral”. Y, como se vivía la transición del mando presidencial de Bachelet a Piñera, que “las réplicas más fuertes del sismo podían ser políticas”, ya que “un país, a fin de cuentas, no es otra cosa que una legendaria fuerza emotiva”. Más que por ideologías y utopías, estamos amalgamados por repentinos sentimientos.

Si una hecatombe natural capaz de desembocar en infortunio nos coge desunidos e indispuestos políticamente, las consecuencias de esa catástrofe serán inmensas e imprevisibles y no solo serán una cuestión técnica para manejo de la Secretaría de Gestión de Riesgos. Los temblores plantean también dilemas éticos. El caos de una ciudadanía crispada por opciones políticas puede ser peor que la naturaleza. Requerimos de un clima moral que no nos divida de modo tajante en nombre de banderas políticas y que nos comprometa ya a servir a los demás en lo que sea necesario en caso de desastre. ¿Conseguirá la naturaleza lo que no pueden los hombres?