El título de esta novela me aproxima a las fechas que estamos viviendo, no así su contenido. Mientras en la Semana Mayor se conmemora una muerte por amor, en las páginas ingeniosas y creativas de esta, la primera pieza narrativa de Íñigo Salvador Crespo, se desgranan las acciones del privilegio social y el fanatismo criminal. En todo caso, la asociación bien vale la pena para comentar una interesante pieza de la reciente literatura ecuatoriana.

Los receptores contemporáneos hemos alimentado el gusto por el género policiaco o negro a costa de audiovisuales más que de lecturas. Duchos en el arte de la deducción, vamos amontonando pistas, haciendo asociaciones en la medida en que se desarrolla una trama. Son historias de inteligencia, decía un analista, porque nos obligan a “intervenir desde afuera” en sugerentes entramados que vamos resolviendo al ritmo del tiempo de la recepción. Todo eso hay en Miércoles Santo. Un caso de Nuño Olmos –subtítulo que prefigura la posibilidad de una saga del concentrado protagonista–, en el marco del Quito del siglo XVIII, espléndidamente recreado.

Se trata de una novela, por tanto, que combina bien, dosis policiacas –crímenes, investigación, peligros, audacias, descubrimientos– con una respetable carga histórica que nos permite ingresar en la Real Audiencia de Quito con todas sus tensiones clasistas, con españoles en la cima social, marginando a criollos y más que nada a mestizos. Acierto hay en plantar a un conflictivo mestizo como héroe, un teniente de alguacil agudo y perspicaz, pero bloqueado por la autoridad mediocre. Sobre ese protagonista ronda la imagen del Inca Garcilaso de la Vega, ínclito historiador peruano que sufriera como un baldón, el hecho de ser hijo de un español y de una indígena.

Aplaudo varias decisiones de la novela de Salvador. Sus descripciones no restan vigor al hilo narrativo (repetida falla de escritores nacionales engolosinados en la muestra de paisajes) siempre tendido hacia los pasos de la investigación: entramos con el alguacil en las elegantes casas coloniales, en sus templos y conventos, así como en las chinganas y casuchas de los pobres; conocemos al padre Juan Bautista de Aguirre, profesor universitario de fuste, y al joven practicante de medicina Eugenio Espejo. Cada uno con su personalidad ajustada a los rasgos biográficos que le conocemos, pero actuando y hablando con vida propia.

Son de peso las razones de los crímenes. La batalla de las ideas ya había empezado en 1765, la verticalidad de los argumentos del poder no convencía a todos y las razones de la ilustración francesa podrían haber proliferado desde la academia. Las tesis de la igualdad humana, de la justicia administrada por un Estado regulador mas no opresor, mueven las manos hacia los puñales. Hay que identificarlas y detenerlas.

El autor, al final de su historia, nos entrega a los lectores una reproducción pictórica, un plano de calles y plazas, unas explicaciones sobre su desafiante trabajo de años. No estoy segura de si era necesario porque los consumidores de ficciones actuamos por cuenta propia. De todas maneras, al momento del análisis, son informaciones que permiten apreciar cuánto trabajo y talento hay en escribir una buena novela.

Es hora de que leamos más a los escritores ecuatorianos. Hay obra para todos los gustos.