Hay gente empeñada en plantear la existencia de estas dos artes como púgiles en ardoroso combate. Que si leer es aburrido y ver películas entretiene; que si se puede decir con imágenes, para qué abundar en palabras; que la representación visual se parece a la vida mientras las descripciones tropiezan en las piedras del vocablo desconocido.

La lista de opiniones o meras impresiones es larga. Yo voy hacia la médula de unos consumos puestos sobre la mesa de la discusión, bajo el enorme toldo del concepto de cultura. Naturalmente que cultura es mucho más que artes, que educación, que folclor. Pero en el uso generalizado se prefiere utilizar el concepto en el viejo sentido enciclopédico: cultura es conocimiento erudito y selecto, producción y recepción de las bellas artes. Dentro de ellas, la literatura, de venerable antigüedad ha sido y es producción de la perdurable espiritualidad humana.

Es fácil concebir un mundo sostenido en la lectura de libros. Aunque la alfabetización haya tardado en expansionarse hacia las clases desfavorecidas, la lectura era la actividad fundamental de la educación y de la distracción; si bien la audición de música reunía a la gente así como el atractivo espectáculo del teatro, la sed de historias que caracteriza al ser humano se abrevaba en todo cuando podían narrar los poemas y las novelas. Leyendo, el lector se adiestra en un maravilloso ejercicio mental que pone en movimiento los engranajes de la imaginación, tienta las cuerdas de la sensibilidad y alimenta la inteligencia. No lo proclaman solamente las teorías de la lectura, lo testimoniamos cada uno de los fervientes y apasionados habitantes del mundo de papel (hoy en otros formatos).

El cine llegó para ampliarnos la posibilidad de habitar el mundo. El consorcio de ciencia y tecnología ha empujado el desarrollo –aunque pudiéramos enlistar los desvíos maliciosos de esa unión–; en este caso, nos abrió todas las puertas sin movernos del puesto. Y entramos de lleno en la etapa de la imagen que, apoyada en la luz y el movimiento, nos conectó, codo con codo, a conglomerados extasiados: nos demostró que somos, esencialmente, lenguaje y lenguaje múltiple. Pero el cine se nutre de historias, es solamente, otra manera de narrar hechos novedosos, aunque no exija tanta participación del receptor como las novelas. Acuñó su público. No pide conocimiento de códigos específicos, a no ser las evidentes estructuras de la narración que cualquier persona común maneja por el solo hecho de hablar un idioma.

Cine y literatura se dieron la mano desde el principio. La pantalla bebió sus contenidos de las narraciones, las páginas narrativas descubrieron nuevas dinámicas para contar y buscaron, desesperadas, ese intento de simultaneidad que permite la amplia visión de las escenas panorámicas, los cortes en el tiempo, la información que ingresa por el oído. La gente de cine empieza su vocación en el terreno literario porque leer les da material para inventar otras historias con diferente lenguaje. Ellos han convivido armoniosamente con la gente de letras durante décadas. En la mayoría de los casos, un libro nos pone detrás de una película y viceversa.

¿A qué entonces, el estéril pugilato, subestimando la lectura? ¿A pereza mental, a temor a la soledad del acto de leer, a deslumbramiento por el mensaje comprimido en dos horas de espectáculo? Inútil, completamente inútil. Cine y literatura jamás serán sustantivos separados por el barbarismo inglés versus.