Es la humildad. Tal es el mensaje principal de un pequeño texto escrito en 2005 por el cardenal Jorge Mario Bergoglio, hoy conocido como el papa Francisco. Unas afectuosas manos preocupadas por mi salud espiritual pusieron en las mías este opúsculo, y su lectura me ha resultado muy estimulante. “Sobre la acusación de sí mismo” es su título, y estaba originalmente dedicado a la Iglesia católica para promover cierto lazo social entre los sacerdotes, que estuviera fundado en las enseñanzas de san Doroteo de Gaza, un místico palestino del siglo VI. Aunque el escrito se dirige a la comunidad eclesiástica, las ideas allí desarrolladas interesan a la sociedad en general y a la vida política de los pueblos, más allá de sus creencias en asuntos de fe.
La “acusación de sí mismo” es la renuncia existencial al goce de creerse mejor que los demás, de pasarse la vida examinando los defectos ajenos y murmurando acerca de los otros para sentirse superior. Es la declinación del placer de imponer su pensamiento como el único válido para juzgar y controlar la vida de los demás. Es el coraje de concentrarse en el examen de las propias fallas y defectos, en lugar de estancarse en la satisfacción de denunciar la paja en ojo ajeno. Es la abdicación del individualismo que se sostiene en todo lo anterior, para fundar una vida comunitaria que admita la perfección de Uno solo al que todos amamos. Es la admisión de que todos los mortales estamos sujetos a nuestras fallas, incluso los más poderosos. Es la humildad del poder, en lugar de la majestad.
Lo contrario, la existencia que se funda en la acusación contra los otros, supone el espíritu permanente de la sospecha y el divisionismo. Quien así vive se convierte tempranamente en un coleccionista de injusticias, en una víctima y al mismo tiempo en un autor de la teoría de la conspiración. En Sociología –dice Francisco– la teoría de la conspiración es, desde el punto de vista hermenéutico, una de las más débiles. Es la seducción primaria e imaginaria que encanta a aquellas almas que añoran el maniqueo esquema “bueno contra malo”. Es aquella ideología defensiva cuya mejor defensa es el ataque. En el fondo de esta posición, hay un horror a la verdad que oscila pendularmente entre la busca de placeres imaginarios y la protección contra temores imaginarios.
La “acusación de sí mismo” fortalece al sujeto contra los ataques que vienen de los otros, y funda un lazo social que no se sostiene en el amor al líder sino en el amor de todos hacia Dios. La humildad equivale al mejor conocimiento y aceptación de sí mismo y de los demás. En esta posición, las nociones de “dignidad personal”, “honor”, “orgullo propio”, “soberanía”, “injuria” y otras por el estilo, se vuelven relativas o francamente irrelevantes. De igual manera, las demandas judiciales son innecesarias, pues no aportan la restitución de aquello que estructuralmente falta en todos los mortales: la perfección infalible. Aunque el discurso de Francisco no tiene intención política y se dirige a la comunidad eclesiástica, me pregunto: ¿Cómo funcionaría una sociedad ideal en la que todos renuncian a la acusación contra los demás?