“Ya no aguanto, ¡quiero renunciar!” es una expresión que se está volviendo común en muchos lugares de trabajo. Suele ser síntoma del burnout laboral, ese estado de agotamiento mental, físico y emocional causado principalmente por el estrés, aunque hay otros desencadenantes, como relaciones interpersonales nocivas, precarias condiciones de trabajo o la falta de autonomía. Este conjunto de factores, efectivamente, puede llevar a condiciones extremas para las personas, haciendo que pasen de “vivir a sobrevivir”. Frente a eso, ¿cómo saber si estoy en el sitio adecuado en el instante preciso?

En primer lugar, sugiero realizarse esta pregunta: ¿Este sitio me ayudará a cumplir mis sueños? En ocasiones habrá que “pagar piso” -como se dice coloquialmente- para adquirir experiencia. Hay empresas reconocidas en nuestro medio como formadoras de carácter y talento, tanto así que la mención de su nombre en la historia laboral suele ser positivo en los procesos de selección. Pero también es real que -en la mayoría de las ocasiones- son empresas de paso.

La siguiente pregunta es: ¿Tiene sentido el trabajo que estoy realizando? Viktor Fankl, en su libro El hombre en busca de sentido, afirmaba que las personas que tienen un propósito en su vida mostraban mayor capacidad de autorregularse y ser resilientes en entornos adversos. Algo así enfatizaba una persona que recibe reclamos de airados clientes, diciéndome “el objetivo de mi trabajo es el de devolverles la sonrisa a las personas que llegan a mi puesto, por lo menos una al día”.

La tercera pregunta sería: ¿Puedes influir o cambiar algo en ese entorno? En ocasiones, la presión conduce a enfocar mejor nuestros recursos. Hace poco conocí a una pareja de emprendedores que contaba cómo su historia de éxito nació de su momento más difícil de la pandemia: “A las tres de la mañana se me ocurrió una idea, y bajé a ejecutarla. Al final del día, tenía una lista de pedidos de futuros clientes”.

Si las respuestas a las tres preguntas anteriores son negativas, es tiempo de emprender nuevos rumbos. Pero las historias que mencioné nos recuerdan que la presión bien conducida nos ayuda a pensar “fuera de la caja”, aunque eso sí, presupone tener un insumo mínimo de optimismo, de conocer nuestro valor esencial como persona y de poner en manos de Dios lo que no se puede controlar.