Con Pedrito Mata Piña, el Memorioso, fuimos hace unos años a saborear un caldo de manguera al ya desaparecido y tradicional Mi Romance. Allí nos encontramos con Santiago Osorio, el gran cañonero de los años 50, y charlamos largamente sobre aquellos poderosos lanzadores que rompían cáñamos y fracturaban metatarsos cuando el balón era un arma de destrucción masiva, sobre todo si se mojaba con la lluvia.

Excepción hecha del añorado Washington Muñoz, el mejor shuteador de todos los tiempos, los cañoneros que pasaron por el fútbol porteño fueron zurdos. Desde los tiempos de Leonidas Machete Elizalde, que apareció en el Panamá en 1929 y pasó en 1930 al elenco de Los Caciques del General Córdoba, cuando los panamitos lo cesantearon por cometer un penal innecesario en una final. Con los cacahueros el aparentemente frágil Machete alineó de alero izquierdo junto a un hombre que lo ponía a comerse a los arqueros: Kento Muñoz. Chacharero, sacaba de casillas a sus marcadores, pero su marca de fábrica era un terrorífico disparo con balón detenido o de volea. Pasó en 1931 al Racing y de allí al Italia en el que se consagró como goleador al encontrar otro eximio preparador de jugadas: Jorge Tolozano Laurido, al que entonces ya llamaban Pies de seda.

Cuando los del Panamá lo palabrearon reforzó al equipo en la gira de cinco meses por Colombia entre 1934 y 1935 e hizo goles increíbles jugando al lado de Fonfredes Bohórquez o de Laurido. Fue seleccionado en 1939 al primer Sudamericano al que concurrió Ecuador. Ese mismo año reforzó a Panamá en otra gira por Colombia y frente al Independiente Millonarios, en el debut, metió con todo en el arco al golero colombiano Carlos Álvarez, al que le hizo dos tantos. Fue el que abrió la ruta de los grandes bombarderos zurdos.

Publicidad

Cuando Emelec empezaba a ser el elenco de los millonarios vino a Guayaquil procedente de la reserva de Vélez Sarsfield, Juan Avelino Pizauri. El 28 de mayo de 1949 debutó al sustituir en el segundo tiempo al nortino Carlos Peralta en un encuentro ante Aucas, por el Torneo del Pacífico. Raúl Murrieta, quien escribía como R3, lo bautizó como el Loco por sus arrancadas espectaculares, sus diabluras y su tremendo disparo “que hace temblar el cerro Santa Ana”, como escribió Murrieta.

El antecesor de Pizauri en eso de los cañonazos fue un potente jugador guayaquileño que ganó fama en el Panamá y pasó luego a Emelec. En 1946, en el torneo oficial de la Federación Deportiva del Guayas, lanzó un misil que dejó soñado al arquero del Patria, Carlos Roldán. “Sonó como una bomba atómica”, dijo un matutino y desde entonces le pusieron ese apodo a Eduardo Guzmán Zuloaga. Pasó en 1951 al Everest en el inicio del profesionalismo, estuvo en la selección nacional al Sudamericano de 1953 (en Lima) en el que marcó un gol de tiro libre a Bolivia, y de allí fue, en 1954, al Emelec. Su disparo no tenía nada que envidiarle a una explosión megatónica. Unánimemente el periodismo pasó a llamarlo con el mote con que lo registra la historia: Bomba atómica.

Cuando Raúl Pío de la Torre pasó en 1956 a 9 de Octubre, Norteamérica debió recurrir a un punterito que ya había debutado el 1 de junio de 1953 ante Everest y que había integrado la selección nacional al I Campeonato Sudamericano Juvenil en Caracas: Víctor Cholo Quevedo. Veloz, encarador, atrevido, tenía un lanzamisiles en su botín izquierdo. Cuando Norte reapareció en primera liderado por uno de los grandes cholos de nuestro fútbol, Fortunato Chalén, Emelec se llevó de las filas albas a Manuel Chamo Flores, el compañero ideal de Quevedo, y pidió precio por el puntero. Deslealmente, Norte se negó a venderlo y así le cortaron el paso a un futuro mejor.

Publicidad

Otro grande de la punta zurda que puso sus bombazos fue Santiago Osorio, quien llegó a 9 de Octubre desde los Tigres de Mendiburo, de la Liga Salem, para integrar una de las mejores delanteras de la historia octubrina: Vicente Vargas, Marcos Gómez, Pedro Figueroa, Lucho Drouet y Santiago Osorio. Asombró por la fuerza con que impactaba el balón aparte de su innegable habilidad. En 1955 pasó a Unión Deportiva Valdez y ya no era Lucho Drouet el que le ponía largos pelotazos sino Titán Altamirano. Regresó al final de su carrera al 9 de Octubre, pero siempre recordamos un golazo de su marca hecho con la camiseta milagreña el 28 de octubre de 1956 a Barcelona. Ni la barrera, ni el arquero ni el público advirtieron el gol sino cuando la pelota dormía mansa al pie de las mallas.

En una época inolvidable para Emelec llegó a Guayaquil uno de las más técnicos y espectaculares jugadores argentinos que hayan pasado por nuestras canchas: Roberto Pibe Ortega. Tenía un cartel impresionante. Había sido estrella de El Dorado en Independiente Medellín; había formado en Portuguesa de Deportes en Brasil y se había dado el lujo de integrar la Fiorentina de Italia, al lado de Julinho. Con él se completó la histórica línea de Los Cinco Reyes Magos: José Vicente Balseca, Jorge Bolaños, Carlos Raffo, Enrique Raymondi y el Pibe Ortega. El 28 de agosto de 1962, en un Clásico, cobró un tiro libre que sonó como una explosión. La pelota iba sacando chispas del césped. Pablo Ansaldo intentó bloquear y el balón topó con alguna piedrecilla. El gran arquero quedó arrodillado cuando el esférico pasó como un cometa para abrir el marcador.

Publicidad

Clemente de la Torre fue un muchacho de conducta equivocada y se labró un fin trágico. Producto humilde de nuestro pueblo, fue suplente del Pibe Ortega y cuando este emigró se quedó de titular. Pegaba unos bazucazos impresionantes. Recordamos como un hito un disparo suyo de casi 50 metros cuando agonizaba un Clásico del Astillero el 26 de enero de 1964. Estaba el marcador en blanco y Barcelona ganaba el cetro nacional con el empate. Casi desde el ángulo de la media cancha y el lateral, por el lado de la tribuna del estadio Modelo, Clemente sacó un balonazo que se iba colando. Solo ese prodigio de elasticidad que fue Helinho pudo desviar sobre el travesaño en el arco que da hacia el coliseo cubierto. Gracias a esa volada Barcelona fue campeón.

Como De la Torre, pero con más vistosidad por sus gambetas y sus corridas veloces fue Tiriza, el alero zurdo brasileño que llegó en 1963 con el técnico Francisco de Souza Ferreyra, Gradym. Sus piernas flaquísimas producían un disparo letal con el que lesionó a Hugo Mejía, fracturándole tres costillas. Hizo goles espectaculares de tiro libre o de volea, de sobrepique o pateando de primera. La afición le puso un apodo que ha pasado a la historia: el Diablo, por sus apariciones satánicas por la raya y sus tiros infernales. (O)

A Tiriza, el alero zurdo brasileño que llegó en 1963 con el técnico, Gradym, la afición le puso el Diablo, por sus apariciones satánicas por la raya y sus tiros infernales.