Todos lo vimos, fue hace poco: el 18 de diciembre de 2022 Argentina conquistó su tercer título mundial y el país entero (real, entero) salió a las calles a abrazarse, a gritar su emoción, a cantar “Muchaaaaachos…”. Solo en Buenos Aires se dio un suceso jamás visto: alrededor del Obelisco se congregaron seis millones de personas para celebrar. Desde el aire se veía como un gigantesco tubo humano. Era una nación recuperando su autoestima, el orgullo perdido. Porque el fútbol ejerce un poder transversal que ninguna otra actividad proporciona. Con todo respeto, el fútbol no es el remo, la esgrima, el patinaje o la natación. Ser campeón mundial de fútbol es una épica diferente. La técnica o la habilidad representan en ello una moderada incidencia. Juegan, sobre todo, el carácter, el temple, la inteligencia, la grandeza, el aguante. La gente lo sabe, hasta los que practican remo, esgrima o natación. Por ello sale un pueblo atropelladamente a vociferar su emoción. Pasó en Colombia en aquel célebre 5 a 0 eternizado, en Francia tras el 3 a 0 a Brasil en 1998, cuando su primer título mundial y millones abarrotaron los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo. Francia, la patria de la libertad, la igualdad y la fraternidad también podía lograr la epopeya de ser campeón mundial. No hay compostura, no hay flema para el orgullo.

Pero el fenómeno del orgullo viene de más atrás, de 1954. Tal vez nunca un éxito deportivo tuvo tanta incidencia en la vida de un país. Nueve años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, aunque dividida en tres, Alemania volvía a los mundiales. Por primera vez participaba como Alemania Federal, sin la parte oriental, la comunista República Democrática Alemana, y sin el Estado del Sarre, por entonces Protectorado del Sarre, bajo dominación francesa. Incluso debieron enfrentarse en la Eliminatoria Alemania Federal y el Sarre pese a que eran hermanos de suelo. Era, pues, una Alemania que representaba el 69,65 % de su territorio actual. El germano no era por entonces un fútbol considerable en Europa. Italia, Inglaterra, Francia, hasta España estaban por encima. Y, por supuesto, la fabulosa Hungría, campeona olímpica en 1952 y que en el 53 sacudiera al mundo con su 6 a 3 a la selección inglesa en Wembley.

A raíz de la guerra, Alemania estaba vetada de participar del fútbol internacional. Como repudio a los crímenes cometidos durante el conflicto bélico, la FIFA le impidió cotejar con otras selecciones y participar del Mundial de Brasil en 1950. Fueron exactos ocho años sin actividad. Los futbolistas germanos no eran conocidos al llegar a Suiza y nadie apostaba un céntimo por ellos. Una posible coronación germana entraba en el terreno de la ciencia ficción. No obstante, en el debut ganaron cómodamente 4-1 a Turquía, en ese tiempo un medio futbolísticamente muy menor. En segundo turno, Alemania debió enfrentar al mejor equipo del mundo, la Hungría de los Magyares Mágicos, con Puskas, Kocsis, Bozsik, Czibor, Hidegkuti y toda la troupe. Fue un resultado catástrofe: Hungría goleó 8 a 3. Pero Sepp Herberger, DT de la Mannschaft, como un ajedrecista aventajado, había estudiado varias jugadas posteriores. Puso un equipo suplente para no ganar el grupo. Más tarde lo explicó: “Tuvimos que perder contra Hungría para evitar a los campeones mundiales uruguayos y a los subcampeones brasileños. Con la autorización del presidente de la Federación Alemana envié al campo a ocho hombres que habitualmente no jugaban o jugaban poco”.

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Fue sencillamente genial. Al perder, Alemania quedó obligado a jugar un desempate ante Turquía (volvió a ganarle, esta vez 7 a 1), o sea, un partido más que Hungría, pero eso obligó a los húngaros a enfrentar dos cruentas batallas ante Uruguay y Brasil. Vencieron a ambos, mas quedaron desgastados. Y con Brasil se produjo la mayor batahola de la historia de las Copas del mundo. Hubo tres expulsados, golpes de puño y una trifulca monumental camino a los vestuarios. Hasta botellazos se arrojaron.

El genio del Danubio, Ferenc Puskas, se ahorró los dos choques porque la tarde del 8 a 3 el defensa alemán Werner Liebrich le propinó una terrible patada en el tobillo que lo mandó al hospital y lo mantuvo lesionado dos semanas. Recién volvió para la final, en la que se reencontró con su verdugo. Nuevamente se verían las caras Hungría y Alemania para decidir el título. Después de aquella salvaje goleada nadie imaginaba otra cosa que la victoria húngara. Sucedió lo increíble. Alemania, una fuerza menor, debía enfrentar al mejor equipo del mundo, que catorce días antes le había metido ocho. Apenas había comenzado la final en Berna y a los ocho minutos ya ganaba Hungría 2 a 0. ¿Cuántos más le haría…? ¿Seis, siete…? Pero aquella Alemania contaba con hombres de buena madera y un espíritu de acero. A los 10 descontó Max Morlock y a los 18 el magnífico Helmut Rahn puso el empate. Allí comenzó otro partido, más parejo. Y Alemania demostró las virtudes que lo elevarían al grado de potencia. Se debatió palmo a palmo. Sí, Hungría era tremendamente superior en calidad y le creó infinidad de situaciones de gol (Puskas falló dos mano a mano y un remate desde el borde del área impropios de él). Pero los predecesores de Beckenbauer se defendieron con ardor y faltando 6 minutos Rahn recibió en el área, esquivó a un par de rivales y sacó un zurdazo bajo y esquinado que el arquero Grosics no pudo detener.

Parecía un cuento, pero era verdad, Alemania estaba ganando 3 a 2. Hungría, ya desesperada con el empate parcial, entró en pánico en esos seis minutos que restaban. Y no hubo tiempo añadido, antes no se estilaba. Es sin duda el mayor batacazo de la historia de los mundiales. Muy superior al Maracanazo de Uruguay, pues en la célebre final de 1950 había una diferencia: Uruguay era más equipo que Brasil. Puesto por puesto, ninguna discusión. Brasil no tenía un Obdulio Varela, un Schiaffino, un Gigghia, un Schubert Gambetta, un Míguez, gente de un temperamento excepcional. La fortaleza de Brasil era ser local, los 200.000 que lo alentaban. Entrevistamos a Pepe Schiaffino, considerado el mejor futbolista del mundo en ese momento, era un individuo de humildad espartana, pero eso lo dijo sin remilgos: “Nosotros teníamos un equipo excepcional”. El arquero Roque Maspoli agregó: “A Brasil le habíamos ganado dos meses antes del Mundial por la Copa Río Branco”. Y Gigghia, el autor del gol triunfal, refrendó: “Nuestra seguridad en el triunfo era total”.

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Tras la victoria, la delegación campeona desandó en tren los 430 kilómetros entre Berna y Múnich. Fueron recibidos como héroes porque eso eran, héroes civiles para un país que aún buscaba salir del pozo más profundo de su historia, y tal vez de la historia humana. Alemania era un país paria, desacreditado, roto, que intentaba curar heridas y restaurar su economía, su institucionalidad, su prestigio y, sobre todo, su orgullo. Se están cumpliendo 70 años.

“El fútbol es un fenómeno único -nos dice Jorge Arriola, peruano nacido en Berlín-. Fíjate, está escrito en los libros que el llamado Milagro Alemán nace con la conquista del Mundial del 54. Alemania se sentía aún abatida y humillada por la derrota en la guerra y por el rechazo de las otras naciones, pero ganar el Mundial levantó la autoestima del pueblo y ahí comenzó la reconstrucción, lo hizo revivir”.

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A partir de entonces comenzó otra Alemania. (O)