Alguien me dijo que de verdad necesitaba que les cuente la siguiente historia. La reproduzco casi textualmente. Omito solo algunos nombres por razones obvias.

El 22 de febrero pasado, el presidente de la República inauguró los campamentos vacacionales de Milagro en el coliseo Ecuador Martínez.

Cuando el primer mandatario ingresó, el sitio era un solo bullicio de risas y aplausos.

Un grupo de canto y baile de niños de 8 a 11 años había sido invitado para amenizar el acto.

Los pequeños y sus maestros decidieron concurrir con una obrita sobre la vida en el campo. Tiempo atrás la habían presentado en la Prefectura del Guayas con mucho éxito.

Nerviosos y todo, los diez pequeñitos salieron a escena e hicieron su mejor esfuerzo. Una tras otra se sucedieron las breves estampas: las niñas “lavando” ropa en el río, los varoncitos jugando naipes y bebiendo “aguardiente” (agua en realidad), un “macheteo” entre dos montubios, y al final una “pelea” entre esposos, al cabo de la cual él le pide perdón a ella por haberse gastado el dinero de la semana en juegos de azar.

Con su lenguaje infantil, el grupito mostró una realidad que, de cerca o de lejos, la conocen bastante bien.

La actuación fue impecable. Los niños recibieron los aplausos, seguros de que a continuación vendrían las felicitaciones de la máxima autoridad, ante las cámaras de televisión, para orgullo de sus padres.

Pero cuando al presidente le tocó hablar, les dejó ver, claramente, que la obra no le había gustado. El mensaje de lo que acababa de presenciar, acusó, era machista, sexista y violento.

Por último les pidió delante de todos: “Prometan, niños, que de grandes no van a repetir lo que hoy han hecho aquí”.

Tristes y compungidos, los pequeños contestaron que no lo volverían a hacer.

“¿Por qué nos dice esas cosas?”, preguntó uno, “es solo una representación”. Su maestro guardó silencio, no sabía qué contestar.

Para aumentar el desconcierto, el mismo público que los había interrumpido tantas veces con aplausos, ahora aplaudía enérgicamente las duras críticas que se escuchaban por los altavoces del coliseo.

Cabizbajos, maestros, niños y padres de familia salieron por la puerta trasera. No hubo felicitación. No hubo cámaras.

Un maestro le decía a otro que había que volver para explicarle al presidente que el ‘macheteo’, como ellos lo interpretan, no necesariamente es una forma de violencia del montubio, y que también puede ser concebido como una manifestación cultural mediante la cual el campesino de la Costa demuestra cuán diestro es con su herramienta principal de trabajo.

Pero no le hicieron caso.

El grupo había llevado una cámara para fotografiarse con el primer mandatario. Nadie se acordó de utilizarla.

En los días siguientes, niños, maestros y padres de familia estuvieron forzados a participar de los comentarios que se hacían. Algunos milagreños, apenados, trataron de levantarles el ánimo a los maestros, cuyo orgullo como docentes quedó muy herido. Pero todos estuvieron de acuerdo en que la obrita nunca más debería ser representada. Unos, para no volver a exponer a sus hijos; y otros, simplemente porque el presidente lo había dicho y nadie se atrevería a contradecirlo.