Empiezo el día por lo inevitable: buscarlo. Rendirle tributo. Dirigirme a su encuentro. Volver a un lugar interior llamado delirio. Pensar en la posibilidad o cruda realidad de ser varias personas a la vez, varios estilos, varias escrituras e inquietudes. Camino por el centro de Lisboa, por primera vez en mi vida, queriendo que esto implique un reencuentro. Veo, a corta distancia, la plaza Luís de Camões y entiendo que estoy cerca. Me acerco al café A Brasileira, que está a rebosar de clientes, y lo busco entre los comensales. Me cuesta trabajo identificarlo hasta que lo veo y es como encontrar a un viejo amigo. Me emociona la circunstancia de estar cerca de una imagen significativa, evocada con anticipada melancolía. No por el bronce que fue fundido para tomar la forma de su cuerpo y un gesto de su rostro, sino porque esa escultura, en el emblemático barrio de Chiado, es una prueba de que por estas calles alguna vez caminó o erró el poeta que fue tantos poetas, todos queridos, todos esenciales.

Los escritores que amamos son, sobre todo, amigos. Robé el Libro del desasosiego en Nueva York, durante el invierno de 2018. No pretendía cometer un hurto, pero al poco tiempo de pedirlo prestado descubrí que no quería separarme de él nunca y desde entonces, como si se tratara del oráculo de Delfos, tengo la costumbre de abrirlo en una página al azar y leer en voz alta el pasaje que aparece, como si el libro me diera un mensaje. Por ejemplo: “Aquello que, creo, produce en mí el sentimiento profundo, en que vivo, de incongruencia con los demás, es que la mayoría piensa con la sensibilidad y yo siento con el pensamiento”. También: “¿por qué es tan bello el arte? Porque es inútil. ¿Por qué es tan fea la vida? Porque en ella todo son fines y propósitos. Todos sus caminos conducen de un punto hasta otro punto. ¡Ojalá hubiera un camino hecho desde un lugar del que nadie parte hasta un lugar al que nadie va!”

Quizá así, con Pessoa, inició mi deseo de algún día visitar Portugal, particularmente su ciudad capital. Entro a la librería Sá da Costa, donde reviso postales antiguas, luego a la Bertrand. Camino. Entro a una tienda de fútbol, en donde encuentro un maniquí de Cristiano Ronaldo y las camisetas de la selección portuguesa. Me dirijo entonces al Arco de la Rua Augusta, al que subo. Contemplo el océano Atlántico como un azulejo infinito, cuya brisa baña este puerto, que observo una y otra vez en 360 grados. En lo alto, se encuentra el Castillo de San Jorge, con su imponencia medieval, rodeado de casas de varios colores y techos anaranjados. Pienso que esta ciudad es una alegría, mientras desciendo del arco y llego a la Corte Suprema. ¿Somos los abogados los hablantes de una lengua universal e incomprensible? He sido y deseo seguir siendo un abogado viajero, pero, ¿hacia dónde me dirijo? ¿A dónde camina mi vida? Llego a la Plaza de Comercio y me conduzco al pequeño muelle. Toco el agua. Portugal me está sucediendo, como un lenguaje.

El Museo del Fado me sumerge en el alma nostálgica de este país que, con sus profundas letras, habita con sentido práctico y estoico la más hedonista de las penínsulas terrestres. Estas voces, ancladas en una guitarra, me conectan con mi país y su música, su tristeza cálida, casi festiva, la del pasillo y sus grandes figuras. ¿Nos parecemos? Alguna lejana similitud existe. Las raíces de un antiguo mundo árabe, articulado en una historia de conquistas, reconquistas e independencias, resuenan en mi mente y en mi cuerpo, más aún al observar los azulejos en el Museo Nacional, expuestos en estructuras arquitectónicas que me devuelven a los riad que vi en Marruecos, esas tradicionales casas cuyo corazón es un jardín o patio interior, como en el centro de Quito y la sierra andina. En el barrio de Alfama me encuentro con la poeta ecuatoriana Carla Badillo Coronado, que me lleva a explorar el barrio de Mouraria, cuna del fado, y a tomar una ginjinha en la tradicional hueca de don Antonio. Luego, junto a su pareja, vamos un concierto de Roy Montgomery.

De Lisboa me llevo la fuerza de sus poetas y de su gastronomía. Las sutiles y deliciosas versiones del bacalao, al que acompaño con cerveza. ¿Existe, acaso, algo más delicadamente dulce que el pastel de nata? En unos días más, Oporto me deleitará con su vino, la belleza de su río Duero, o Douro en su lengua, y la experiencia de su librería Lello, que implicará la compra de una entrada y la espera en una fila, como si se tratara de un parque de diversiones. Sin embargo, el recuerdo de Lisboa perdurará durante muchos años, como la presencia de los heterónimos. Luego de visitar la Torre de Belém, inmerso en el brutal verano de Europa, camino hacia el colosal Monasterio de los Jerónimos, encargado por el rey Manuel I de Portugal en 1501 para conmemorar el regreso de Vasco de Gama desde la India. Amo que sea este histórico monumento, que encarna lo más alto del gótico tardío y el renacimiento, la última morada de Álvaro de Campos, Bernardo Soares o Ricardo Reis. Los restos reposan en una solitaria y solemne columna, que pasa casi desapercibida por los turistas. Quizá es una paradoja lúcida, pues el deseo del más grande escritor de la lengua portuguesa era no perdurar en la memoria, sino disolverse, olvidarse, fundirse con la nada. Alguna vez escribió: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. (O)