El balcón de aquella casa esquinera daba al parque Vicente León. Y ahí estábamos. Apretados, ilusionados, ansiosos. Era el año 1968 y en breve veríamos pasar a Camilo Ponce, el candidato conservador que papá apoyaba, que a veces visitaba y curaba en su finca La Calera. Desde alguna casa vecina un megáfono fantasma insultaba al candidato y llamaba a la rebelión. La gente se arremolinaba en la calle mientras nosotros lo hacíamos en el balcón al que no paraban de llegar parientes y conocidos. Gritos a favor y en contra, puños en alto, aplausos y pifiadas contribuían con la emoción del momento. Vimos unas manos levantadas que saludaban desde una camioneta y de pronto la trifulca desarmó el ánimo de fiesta. Una bomba lacrimógena cayó en el balcón y todo se volvió asfixia. ¡La guagua!, gritó alguien que me cubrió la cara con un pañuelo blanco, húmedo, salvador. Lloré con la angustia del gas, lloré con un miedo desconocido, lloré, hoy lo veo, como una premonición de ilusiones rotas.

Y pensar que muchos creímos que podíamos cambiar el mundo con canciones. Y pensar que soñamos en una justicia posible. “Será mejor la vida que vendrá”, cantábamos. Y hablábamos de verdad, de libertad, de pueblo, de unión. Y nos sentíamos imparables, los sueños se nos derramaban, la solidaridad y el dolor por otros también. Teníamos una misión: hacer el bien.

Leíamos poesía, cantábamos y creíamos en ese Dios que nació en Palacagüina, pero se impuso otro: “Miren cómo nos hablan del paraíso cuando nos llueven penas como granizo”. Creíamos en un futuro de paz; creíamos que el pueblo tenía voz y que “el pueblo unido jamás será vencido”.

Y aquí estamos, casi sesenta años después, viendo los despojos de las ilusiones, recogiendo pedazos de sueños que ya no sirven para un carajo, buscando entre los escombros un trocito de esperanza para asirnos.

Cómo nos traicionaron y nos siguen traicionando todos los líderes. Cómo trabajan para sí y nos engañan con promesas en las que ya no creemos. Cómo cambió el pueblo a quien quisimos alfabetizar, enseñar, alimentar: “Mi padre fue peón de hacienda y yo un revolucionario, mis hijos pusieron tienda y mi nieto es funcionario”.

Y se acabó todo. Y nos tapó la corrupción. Y nos ganó la indiferencia. Y hoy intentamos sobrevivir a tientas entre la desesperanza y la agonía de la derrota; entre el asco y la tristeza.

Y ya no “alzamos la voz como una sola memoria”, ya no cantamos. Siento que ya fuimos, que jugamos y perdimos. La música no alcanzó, tal vez se calló o nos ensordeció. Me siento parte de una generación fallida que no fue capaz de construir una muralla.

“—¡Tun, tun!

—¿Quién es?

—Una rosa y un clavel...

—¡Abre la muralla!

—¡Tun, tun!

—¿Quién es?

—El sable del coronel...

—¡Cierra la muralla!”.

Ahora al país, al continente, al mundo lo dirigen con odios nuevos porque al parecer la historia no existe, la contaminación ambiental no existe, la pobreza es una opción y la memoria hay que enterrarla junto con el viejo significado que tenía la palabra Libertad. Por lo visto ni la música, ni la poesía, ni la ilusión nos alcanzó. (O)