Sembrar el miedo, la violencia y la confusión parece el plan de grupos políticos y del crimen organizado. Pero nuestras instituciones se han paralizado ante ese ataque. Aquí se asesina a un candidato presidencial y la reacción del Consejo Nacional Electoral –dizque poder del Estado– es apenas un asunto burocrático, algo que se tramita simplemente aplicando un reglamento interno. Sin embargo, matar a un presidenciable en verdad significa que todas las instituciones de la democracia están en peligro. Y lo mismo ocurre con los hechos violentos que a diario producen muertos, pues, en el fondo, el terror socava la convivencia social.

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Hasta el momento, los casos de muertes atroces son imparables. ¿Y quién, en medio del desbarajuste institucional, se encarga de acompañar a las víctimas? ¿Cómo es que se sobrelleva la muerte brutal de un familiar cercano, sea culpable o no de algún delito? Quienes sobreviven, según tantos testimonios, se quedan como fantasmas, con miedo a todo y de todo. En el libro de Mario Calabresi, Salir de la noche: historia de mi familia y de otras víctimas del terrorismo (Madrid: Libros del Asteroide, 2023), sobre los criminales se afirma que “si todos hubieran sido detenidos de inmediato, nos habríamos ahorrado otros muertos”.

¿Quién sabe cómo las madres de los jóvenes asesinados por sicarios consiguen ir cicatrizando las heridas?

Hay, por tanto, una obligación moral de la sociedad con respecto quienes sufren esta crueldad. ¿Cómo puede el Estado exhibir un rostro humano ante las víctimas y permanecer cerca de ellas, acompañándolas? ¿Cómo asiste el Estado a los perjudicados del terror desmedido? ¿Qué pasa con la salud mental de las víctimas, con su alimentación, cómo consiguen llenar los vacíos en que se hallan después de la muerte brutal de un familiar? ¿Van al psicólogo o al psiquiatra, quién paga esos honorarios, quién las asiste? ¿Puede haber unos derechos humanos que no actúen como el brazo solidario de la izquierda sectaria y fanática?

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Este es momento para reflexionar sobre las oportunidades perdidas en la vida, que es el principal mensaje que nos traen estos asesinatos a mansalva. ¿Con quién pueden hablar las víctimas de lo que puede hacerse en el futuro, de la importancia de volver a vivir, del presente, de salir de la casa sin miedo? ¿Cómo se encuentra la paz después de esas muertes precipitadas que trastornan la ya débil unidad de las familias? ¿Cumplen su deber los órganos del Estado? ¿Cumple la justicia? ¿Cómo se quedan las víctimas, su porvenir puede ser ‘normal’? ¿O quedan señalados para siempre aquellos a quienes les robaron una parte de sus vidas?

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¿Cuánto de las actuaciones del Estado se dan por ignorancia, por conformismo o por mala fe? ¿Cómo las instituciones del Estado muestran sensibilidad, cómo ayudan a atenuar el sufrimiento, cómo acompañan a las víctimas a aceptar el dolor? ¿Quién le pregunta a la viuda del policía asesinado cómo ha vivido desde entonces sin su marido? ¿Cómo la están pasando los hijos pequeños sin su padre? ¿Quién sabe cómo las madres de los jóvenes asesinados por sicarios consiguen ir cicatrizando las heridas? Según Calabresi, el Estado debiera “hacerse cargo de las peticiones de justicia, de asistencia, de ayuda y de sensibilidad”. (O)