Entre el 30 y el 1 de diciembre de este año la sociedad civil se reunió en el Aula Magna de la Universidad Católica y en la Universidad de las Artes, para compartir experiencias y conversar sobre cómo hacer frente a la violencia que nos oprime y construir comunidades de paz.

Los espacios utilizados estaban llenos de personas provenientes de los barrios populares, de la Academia, de organizaciones de la sociedad civil, de clubes deportivos, del teatro y expresiones culturales, del Municipio y empresas públicas, colaboradores internacionales, representantes de la ONU, de organizaciones de derechos humanos y de diferentes iglesias. Todos usaban su derecho a la palabra y a la escucha, que también es un deber...

Democracia y futuro

Había una importante participación de jóvenes y adultos mayores. La mayoría eran mujeres. Dos expositoras colombianas, Miriam Orozco y Sofía Botero, dieron aportes significativos de su experiencia.

Varios hechos marcaron un antes y un después en la realización de estos eventos, en general solemnes y no pocas veces distantes. Fue la pasión con que se intervenía; las ganas de construir una realidad diferente. Y la emoción desbordante que se adueñó de expositores y participantes. En varios momentos unos y otros rompieron en llantos y en abrazos. Y hace bien, porque hace falta que las emociones sean expresadas sin miedos ni vergüenzas. Hacen parte de nuestra vida y no deben quedar al margen cuando construimos soluciones, pues no somos robots, que el azar y las circunstancias manejan.

Juristas vs. tinterillos

Además de las conferencias magistrales hubo dos momentos cúspides. Fue cuando dos jóvenes, uno de 16 años y otro de 14, se dirigieron al auditorio. Ambos de sectores populares. El primero nos increpó por vivir la realidad que vivimos de pobreza, marginación, inseguridad, con una voz que no necesitaba de micrófono y una gallardía contagiosa que obligaba a ponernos de pie y decir hasta aquí llega esto, juntos vamos a cambiar este desastre. A renglón seguido se acercó al podio un joven tímido de cabeza ensortijada y camiseta blanca con un susurro de voz, que hacía presagiar lo peor después de la arenga de su antecesor. Agachaba la cabeza, no nos miraba y le costaba articular su mensaje. Pero comprendimos que sufría porque lo desdeñaban por ser diferente, porque no lo respetaban y casi lo despreciaban. Y nos dijo que pertenecía a un grupo de batucada. Y que allí había encontrado amigos y compañeros de toda la ciudad y donde él era él, que el sonar de los tambores y el tomarse las calles de la ciudad era su espacio seguro. Y que cada golpe al tambor expresaba la rabia por los que morían, por los que tuvieron que marcharse, por la injusticia de una sociedad que no les brinda escuelas seguras, ni cómo cuidarse, ni les enseña el amor.

Y acto seguido entró la batucada por el pasillo central con sus rostros serios y concentrados, varones y mujeres jovencitos, guiados por su tutora, cuya pequeña hija bailaba siguiendo el ritmo, se pararon frente al auditorio y dieron un concierto de varios minutos golpeando con fuerza y armonía sus tambores: la marginación, la corrupción, la muerte y la desidia. Y gritaron con un grito desde las entrañas, su clamor de libertad y justicia.

Hay que vencer el miedo a la esperanza. (O)