Si cualquiera puede enjaretar un discurso, gargajear alguna invectiva, espurrear una diatriba, esputar vituperios y baldones, tendría que hablar de un modo más complicado. No soy ducho en estos menesteres, pero me matricularía en una academia de oratoria, dominaría el arte de la catilinaria, me acostumbraría a la barbulla del recinto, cómodamente sentado, mandaría a los ricos a fabricar inodoros, exaltaría a la pobreza hasta convertirla en virtud teologal, lavaría el cerebro de los indigentes prometiéndoles una vida de lujo más allá de la muerte, su recompensa por tanta miseria sería la eternidad.

Tratando de ser original no me vestiría con camisas bordadas, sino con la pretexta, túnica orlada con listas de púrpura que llevaban los abogados romanos. Conociendo de memoria los alegatos de Cicerón ilustraría mis intervenciones con citas en latín, tendría un Mitsubishi Montero con placas en alto relieve, lábaro incluido, gastos de representación, décimo tercero y décimo cuarto, iría pensando en los fondos de reserva para mi dorada jubilación.

Si fuera asambleísta, haría un esfuerzo mayor al sentir puesto sobre mí el ojo de una cámara. En este caso golpearía mi curul, levantaría el brazo derecho con el dedo índice en alto, temblaría mi voz, vibraría el tono de mi alegato, hablaría del pueblo, insistiría en el escándalo de las diferencias sociales, fustigaría a la oligarquía tratando de que no le tomen fotos a mi imponente mansión en Samborondón o en Cumbayá, trataría de compartir los intereses de la clase pudiente, solo bebería licores de primerísima calidad. Consciente de la necesidad que tienen los diputados de conocer la problemática mundial intentaría visitar la máxima cantidad de países. El viático sería una bendita prebenda. No pelearía con ningún partido político para poder cambiar de camiseta según las necesidades de la coyuntura. Si pudiera proponer una ley en el sentido de que los honorables tuviesen un valor sustancioso como los futbolistas, los traspasos de un partido a otro se facilitarían y podríamos soñar con millonarias transferencias.

Si fuera asambleísta, llevaría cada mañana una pila de revistas, Playboy, Esquire, Hola, Vistazo, para poder vencer el aburrimiento, convertirme en el mejor compañero. Tendría celulares, uno para cada oreja. Si un presidente puede tener dos aviones, cada asambleísta debería tener un helicóptero, azafata espectacular, daría lustro al país: es primordial nuestro prestigio, pues no cualquier zamacuco puede llegar al poder, hay que sacrificarlo todo, convertirse en abnegado servidor de la patria. Por eso pediría también un par de guardaespaldas, una cosa es el patriotismo y otra el “patrullerotismo”. Atacaría sin piedad la falta de hombría de mis contrincantes, usaría fórmulas acomodaticias para quedar bien con la derecha y la izquierda, sería honrado pero no pendejo, celebraría mis onomásticos con algunas doncellas pizpiretas, marcaría una notable diferencia entre la dieta que lleva el pueblo a la anorexia y la retribución zumosa que me pagaría el país.

No soy ni seré asambleísta, razón por la que deberé seguir abonando cada mes a mis tarjetas de crédito el monto de mis sueños y desvaríos. (O)