Uno tendría que haber sido fabricado de otro material para que su organismo no se maree, no vomite. Tendría que tener encallecido su cerebro para que las imágenes putrefactas que van apareciendo a diario no taladren su conciencia hasta desencadenar la ira, el dolor, el desencanto.

Todos los días de esta época tan oscura, tan nefasta, alguien escupe sus bazofias, aumenta revelaciones de inmundicias, robos, coimas, suciedades, triquiñuelas que se van acumulando en el basural de un presente agobiante.

De pronto, nos despertamos con la sensación de que el país está podrido desde sus raíces y el desarrollo de los sucesos supervinientes nos lleva a la creencia de que estamos condenados a alimentarnos de mentiras, de que, igual que los apestados, moriremos entre miasmas y de que las bubas que brotan en la piel se reventarán para ahogarnos con sus purulencias.

Buscamos desesperadamente respirar otros aires, y no podemos. El ambiente está viciado y tal parece que nuestra agonía se prolonga más allá de lo soportable, más allá de lo posible.

Quizás por un desesperado intento de escapar del asco, una tarde busqué en la oscuridad de un cine algo que me transportara lejos, que me permitiera viajar hacia el olvido, que me guiara, por medio de la ficción, hacia territorios ignotos.

Pero estaba equivocado: lo que comencé a ver estaba también anclado en la realidad con el formato de un documental: el tiempo era real, las imágenes, reales, los personajes, reales, los sonidos, las voces, la música, reales.

Sin embargo, poco a poco, esa realidad comenzó a subyugarme: ahí, en la pantalla, aparecía un personaje del que creía saber todo, o casi todo, pero del cual se me iba mostrando una faceta inédita: la de su música. Y entonces, escena tras escena, fui entrando en su tiempo, en sus peregrinajes por las radios, por los teatros, por los estudios de grabación. Pero, sobre todo, fui entrando al universo de aquellos que, con unción casi mística, valoraron su arte y, como reliquias, atesoran su legado plasmado en los muchos discos que grabó en su corto periplo por la vida, pero en su larguísima singladura por el canto.

Lo demás fue magia. Magia del director, que logró que un personaje cuya voz aflautada nos es tan familiar, cuya vida ha sido hurgada hasta el hartazgo, cuyas anécdotas han sido replicadas hasta la falsificación, renaciera y, siendo el mismo J.J. de siempre, fuera otro, ese desconocido que se paseó por México, Venezuela, Colombia y Ecuador cautivando a un público creciente, que lo idolatraba. Ningún ritmo para él le era vedado. Ninguna estrofa le era desconocida. Cantaba el Ruiseñor, cantaba…

“Si yo muero primero” es una cinta tan vibrante que, sin que lo notemos, nos mantiene con la emoción a flor de piel, en secuencias que nunca decaen. Fue hecha con necia persistencia durante cuatro largos años, pero, sobre todo, fue hecha con talento.

Tanto que, al salir, durante el tiempo que nos dura el embrujo, sentimos que somos otros: la espesa niebla que nos acosaba se despeja al comprobar que uno de nuestros compatriotas, aquel que murió primero, nos dejó una herencia que reivindica nuestro orgullo de ser lo que somos, nos convoca a cantar nuestros sueños y a reiterar nuestro juramento: nuestro juramento lleno de pasión. Y de esperanza. (O)