Bienvenido al paraíso. Con otras palabras, ese es el mensaje que el líder ha dirigido, hábil e implícitamente, a su sucesor más que a las audiencias presentes en sus múltiples despedidas. Gran comunicador como es, ha utilizado con precisión cada minuto de sus últimas semanas para instalar la imagen de una economía boyante. No es un objetivo demasiado difícil, si durante diez años se ha adormecido a esas mentes y se ha sustituido su capacidad de discernimiento por la cómoda repetición de la palabra sagrada. Tampoco resulta complicado si en los últimos seis meses –casualmente los del proceso electoral– ha logrado crear el espejismo de reactivación a costa de un endeudamiento sin precedentes. Que mañana tengan que pagarlo los mismos que ahora aplauden, es algo que no cuenta para el ilusionista. Por ello, porque ya está cumplido el objetivo de instalar en las crédulas cabezas la magia de las cifras, su discurso en realidad tiene como principal receptor a su sucesor.

Resulta extraño y sorprendente que Lenín Moreno no haya dicho algo al respecto. Su silencio puede tener tres explicaciones, todas ellas muy preocupantes si se considera que el inicio de su gestión presidencial está a la vuelta de la esquina. La primera, que podría calificarse como de la ceguera y que sería la más grave, es que en efecto no tenga idea de la situación económica del país que deberá gobernar y que confíe ciegamente en las cifras sin respaldo que le entregan. La segunda, que sería la del temor, es que sí conozca la realidad, pero que no la divulgue para evitar el enfrentamiento con su líder y mentor. La tercera, que sería la de la ingenuidad, es que considere que la situación es algo más delicada que la que le presentan, pero menos dramática que la que dicen otras fuentes y que, por tanto, podrá manejarla sin mayores problemas.

En cualquiera de los casos, sea por ceguera, por temor o por ingenuidad, estaríamos frente a un panorama alarmante, tanto por las inevitables consecuencias económicas, como por la debilidad política que este silencio pone en evidencia. Frente a una economía que está sostenida con alfileres, a un mandatario entrante le corresponde comunicar sinceramente esa situación. No se trata solamente de la responsabilidad que debe tener ante sus mandantes, sino de lograr que el juicio ciudadano, al que será sometido desde el primer día, se haga sobre la realidad tangible y no sobre el conejo que, como experimentado prestidigitador, le entrega su antecesor. Este último, acostumbrado al autoelogio, jamás será capaz de reconocer la basura que deja debajo de la alfombra. Pero es al nuevo gobernante a quien correspondía, desde que aceptó la candidatura, sin esperar a instalarse en la Presidencia, dar a conocer esa odiosa realidad.

Obviamente, al hacerlo pondría en entredicho toda la fábula de los últimos diez años, el jaguar quedaría como la cruel caricatura que siempre fue y el dueño de la revolución lo expulsaría del paraíso. Pero, ¿acaso no va a suceder eso tarde o temprano? (O)