Si se tuviera que seleccionar la palabra de la semana, esta sería legitimidad. Los resultados entregados por el Consejo Nacional Electoral, y sobre todo la manera en que llegó a ellos, pusieron esa expresión en boca de todo el mundo. Específicamente, el término comenzó a usarse cuando se hizo evidente que el triunfo de cualquiera de los dos candidatos se definiría por muy pocos votos y se popularizó cuando se levantaron sospechas de fraude o por lo menos de irregularidades. Pero el asunto es más serio, porque lo que está en cuestión no es solamente ese resultado, sino la totalidad del proceso electoral, comenzando por la máxima autoridad en ese campo.

Para dimensionar la magnitud del problema es necesario comprender el significado de esa palabra. Ella hace referencia a algo que es aceptado socialmente. No es, como muchas veces se sostiene, algo que se deriva de la aplicación de la ley. Esa es la legalidad. Ambas, legitimidad y legalidad, son gramaticalmente términos parónimos, no sinónimos, y tienen también cierta relación, ya que idealmente lo legal debería ser también legítimo y viceversa. Pero no siempre ocurre así. Entre la legalidad y la legitimidad puede existir un abismo. O puede haber ausencia de ambas, como parece ser el caso de esta elección.

La legitimidad requiere de credibilidad y confianza. Esas cualidades perdió el CNE desde que se sometió a los dictámenes del Gobierno. Sin necesidad de repetir lo señalado en esta columna el 27 de febrero (al comentar los problemas que se hicieron evidentes en la primera vuelta), hay que reiterar que son muchas las causas que están en la base de la desconfianza hacia la autoridad electoral. Todas ellas se sintetizan en su estrecha cercanía al Ejecutivo. En esas condiciones, era inevitable que tarde o temprano se pondría en cuestión todo el proceso electoral. La escasa distancia en la votación de los dos candidatos y los avatares en el conteo y difusión de los datos fueron los factores que hicieron que esa desconfianza se transmitiera al conjunto del proceso. Las suspicacias sobre el organismo máximo contaminaron al conjunto. Ahí está el origen de la pérdida de legitimidad.

La respuesta del oficialismo, por medio de una cadena ordenada por la Secom, sirvió para confirmar esas suspicacias y terminó de enterrar al organismo electoral. En esa cadena, el Gobierno –con el mismo locutor de los últimos diez años– habla en nombre del CNE, pero también en nombre de Alianza PAIS. Es una pieza de antología, porque al asumir tres voces en una (la del CNE, la del Gobierno y la del partido), da toda la razón a quienes señalan que precisamente allí, en ese maridaje incestuoso se encuentra el origen de la ilegitimidad.

El problema no terminará con la muy probable ratificación del triunfo de Lenín Moreno (a quien no le han informado que aún no concluye el proceso y por tanto no puede ser llamado presidente electo). Al contrario, la ilegitimidad es un mal muy contagioso y puede convertirse en la dolencia congénita de ese gobierno. (O)