Las evidencias del paso de millones de dólares desde las carteras de los corruptores hasta los bolsillos de los corruptos no conmueven a la mayoría de ecuatorianos. Eso es lo que se desprende de las encuestas realizadas precisamente en los días en que las denuncias trascendían a la opinión pública. Es verdad que la corrupción ya aparece entre los problemas que preocupan a las personas consultadas en esas mediciones, pero todavía ocupa uno de los lugares más bajos de la escala. El empleo, la economía familiar, el costo de la vida y la inseguridad están muy por encima, lo que –de paso hay que decirlo–, demuestran lo poco que se ha avanzado en todos esos aspectos a pesar de los años de bonanza.

Un primer dato que llama la atención es que casi una tercera parte de las personas consultadas en Quito y Guayaquil por habitus quantum, en la segunda semana de enero, no se había enterado de las andanzas de Odebrecht. Hay que considerar que se trata de población urbana, con acceso a radio y televisión, muy probablemente usuaria asidua del celular y una buena parte de ella enchufada a las redes sociales. En resumidas cuentas, a pesar de que la información está ahí, al alcance de la mano, no se la recoge y mucho menos se la procesa. No es conmigo, parece decir ese porcentaje de población que es significativo en un tema de tanta importancia.

Más preocupante que esa relativa apatía es que la percepción de corrupción no incide en la evaluación que esas personas hacen de otros aspectos ni influyen sobre las decisiones que ellas mismas deben tomar. En efecto, mientras casi dos tercios del total consideran que el actual Gobierno es más corrupto (19%) o igual de corrupto (43%) que los anteriores, el apoyo a la gestión presidencial se mantiene en niveles que fluctúan alrededor del 45%. Por tanto, una parte de quienes sostienen que hay corrupción en las altas esferas no toma en cuenta su propia apreciación en el momento de pronunciarse acerca del gobierno. Sí, pero…, debe ser la frase inicial de ese grupo para justificar esa contradicción.

En esa misma línea de conducta, la mayoría no relaciona la corrupción con la decisión electoral que deberán tomar en los próximos días. Un porcentaje nada despreciable –nuevamente casi una tercera parte– declara que el tema de la corrupción no incidirá sobre la definición de su voto y otra proporción similar dice que solo pesará un poco. El otro tercio, que asegura que sí la considerará como un factor para orientar su voto, está conformado en su mayoría por personas que se autodefinen como opositores radicales al Gobierno, lo que puede llevar a suponer que su posición no está determinada necesariamente por la percepción de corrupción y que independientemente de esto votarían por un candidato de la oposición.

Esto explica la indiferencia de los candidatos ante este tema. Si la corrupción no es un tema político, no ven rentable ocuparse de él. Así se dibuja el círculo vicioso. (O)