En Despierta (2007), su primer cortometraje de estudiante, Ana Cristina Barragán nos cautivó con aquel pequeño poema visual, una preciosa metáfora de 8 minutos sobre la entrada de una niña en la pubertad. Ahora, con Alba, su primero e internacionalmente aplaudido largometraje, ella retoma la construcción de la feminidad en una adolescente solitaria y atormentada por la ausencia de una madre enferma, y el descubrimiento de ese completo desconocido que es su padre. Un tema y una interrogación renovada en la obra de esta joven realizadora ecuatoriana: ¿Qué es ser una mujer y cuál es la función del padre en ese proceso de constitución subjetiva? Una interrogación necesaria en la sociedad y en la cultura ecuatoriana, donde el patriarcado realmente no existe, y donde el “madrismo” detenta el poder en nuestras familias detrás del hijo “macho”.

Con una economía de diálogos, en la que cada palabra dice y ninguna sobra, la cinta de Ana Cristina fluye gracias a su oficio de narradora sutil. Un relato doloroso que se sostiene en el privilegio significante de cada imagen y sonido, y en la prodigiosa actuación de la pequeña Macarena Arias. Una actuación que nos atrapa desde las primeras escenas y realiza el milagro del cine: durante noventa minutos creemos que realmente existe una niña llamada Alba, que confronta los ritos y dolores de la adolescencia y el encuentro con sus semejantes, que vive con un padre extraño en algún lugar de Quito, que extraña a su madre como la única referencia de mujer que ella ha conocido, y que nos mete en su cabecita. Una película local y a la vez universal, como lo testimonian los numerosos premios en Europa y América.

Por otro lado, Alba retoma la figura simbólica del padre humillado en aquel punto donde la dejó Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas (1948). Una pequeña proeza o una serendipia feliz de Ana Cristina, que replantea el tema de la declinación de la función del padre en la civilización occidental. Un antiguo problema que ya fue trabajado por Jacques Lacan desde 1938. Porque el padre como función no es necesariamente el mismo que el papá progenitor o el de la escena familiar. El padre como función es lo que nos inscribe en la ley y adviene desde afuera para romper el vínculo fusional de la criatura con su madre e introducirla en los códigos de la sociedad y la cultura. A diferencia de la madre que “es” y le sale más naturalmente, el padre tiene que aprender a “hacer de” en algún sujeto que lo encarna, con la ayuda de hijos e hijas en muchos casos, y siempre de manera defectuosa. Eso es una parte de lo que nos enseña Alba, partiendo del padre desvalorizado al que intenta arrancárselo de la marca en la piel, pasando por el padre humillado y llegando al padre imperfecto pero reconocido como padre: ¿Final feliz o comienzo triste pero verdadero?

Alba, una película que convence y que conmueve, a saludable distancia del melodrama. Una película para mirar, oír, leer, pensar y sentir. Vayan a verla esta semana, antes de que nuestras salas comerciales la retiren apresuradamente, como lo hicieron hace poco con la última película de Sebastián Cordero, impidiéndonos verla. (O)