Una de las fórmulas infalibles a la que recurren los políticos en el poder, y más aún cuando lo han perdido, es la de la idea de que alguien por no quererlos los persigue con el brazo de la justicia a la que usaron y de la que abusaron cuando tenían el control del gobierno. Todos aquellos investigados por hechos de corrupción en nuestros países afirman que los persiguen simplemente por haber estado en el gobierno, sin dar margen a analizar las razones de la investigación de la que son sujetos. ¿Cómo es posible presuponer que un escándalo del tamaño del Brasil no estuviera relacionado a Lula y Dilma? Imposible que estos hechos hoy investigados por la justicia de su país no tuvieran que encontrar responsabilidades por acción u omisión en tarea del ejecutivo de ese país. O el caso de la hija de la presidenta argentina que no sabe cómo le han depositado millones de dólares en su cuenta bancaria, o aquel otro funcionario descubierto cuando intentaba depositar valijas repletas de dólares con nocturnidad y alevosía en una casa de monjas de ese país sudamericano. O nos toman por tontos e insultan nuestra inteligencia o simplemente pretenden echar mano al último recurso que les queda: el ridículo.

La conciencia es la última frontera para los hombres éticos; para los que no, es preciso afirmar que la justicia siempre será juzgada como una institución subalterna al poder político y que cuando la maquinaria se pone a mover es porque alguien desde arriba lo está impulsando. Jamás, en ningún caso, suponen que su corrupción alguna vez será expuesta y castigada. Eso no entra en la lógica de los sinvergüenzas que han hecho del poder una expresión perfecta de corrupción y de impunidad. Creen, mientras controlan todo, que jamás nada ni nadie osará ir contra los actos recurrentes de injusticia de distintos grados y formas. Creen tontamente estar inmunes a cualquier forma de exposición tan siquiera, y menos de sanción, a sus distintos modos de corrupción.

Deben aprender, primero, que el poder no es eterno y, segundo, que cada vez les será más complejo evadir responsabilidades ulteriores.

Deben aprender, primero, que el poder no es eterno y, segundo, que cada vez les será más complejo evadir responsabilidades ulteriores. Ojalá haya sido posible que la institución funcionara cuando tuvieron el control para evitar los altísimos costos que supone la venalidad y arbitrariedad recurrentes. Al final, cuando los alcanza, la justicia solo expone una pequeña parte de la gran corrupción con la que administraron los intereses de todos. Cuando les llega el momento fingen demencia, buscan evasivas y siempre recurren a la persecución, si no a la conspiración de poderes fácticos locales o internacionales que no les perdonan haber “trabajado por los intereses populares”. No hay ninguna autocrítica y menos una mirada institucional de la democracia y sus debilidades para dejar como legado un poder administrador más consciente de sus limitaciones de formas y fondo. El poder no tiene capacidad de escuchar, sentir y respetar. Se legitima en su acción sin límites, y cuando acaba su ejercicio se transforma en víctima.

Requerimos entender este complejo proceso de relacionamiento entre actores iguales, y en sociedades más abiertas y transparentes que pretender engañar con la idea de la persecución no alcanza para salvarse del desprecio popular que significa la exposición de sus hechos corruptos e ilegales.

La única real y concreta persecución es la que deviene de una conciencia que se reconoce culpable, pero que razona desde una perspectiva de negación. Este proceso de autodefensa vuelve al corrupto todavía más ridículo que los argumentos que esgrimen para evadir responsabilidades. Somos lo que hacemos y cómo lo hacemos, y aunque resulte cómodo suponer que el poder habría que disfrutarlo cuando se tiene, también se debe reconocer que el desprecio y la burla ciudadanas son lo único que acompaña a unos gestos valientes pero tímidos aún de la justicia. Es poco... pero les duele. (O)