La violencia en Colombia no empezó hace cincuenta ni hace cien años. Durante la época colonial había zonas dominadas por bandoleros, en las que virreyes y magistrados españoles no tenían poder. Muestra de ello es que la Real Audiencia de Quito pagaba un impuesto a la corona, conocido como “el situado”, que se debía depositar en Cartagena de Indias. Pues se lo enviaba a través de Nueva Granada con una fuerte escolta militar, para prevenir que lo robaran los bandoleros del valle del Patía y otras zonas críticas, que no por coincidencia son regiones en las que las guerrillas modernas han sido fuertes. En las guerras de la independencia muchas de estas bandas fueron incorporadas a las fuerzas beligerantes, tanto del bando realista como del patriota. De allí arranca la politización de las partidas irregulares, que actuarán en la república bajo las banderas liberales o conservadoras.

Tras el acuerdo de alternancia en el gobierno entre los partidos tradicionales, en los años cincuenta, que se suponía pondría fin a siglo y medio de guerra, los grupos violentos tardaron pocos meses en revivir el enfrentamiento, cobijándose bajo ideologías de izquierda y finalmente comunistas. El más exitoso de estos grupos son las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), que cuando se involucraron en el negocio del narcotráfico alcanzaron unos niveles de poder que jamás lograron otras bandas. Expandieron notoriamente sus zonas de influencia, llegando en cierto momento a desafiar al Estado colombiano con cercos y bloqueos que paralizaron al país. La guerra civil permanente afianzó una cultura, una forma de vida estable basada en la violencia indefinida, salpicada siempre por paces inútiles, por ejemplo, el proceso que ahora se intenta es el quinto o sexto desde los años sesenta. Tras los acuerdos las gavillas armadas volvieron siempre a sus actividades habituales, es decir, a la comisión de todos los delitos imaginables: secuestro, violación, extorsión, rapiña, corrupción de menores, terrorismo... y sobre todo incontables asesinatos.

Durante el gobierno del presidente Álvaro Uribe se hizo un serio esfuerzo militar por solucionar este problema centenario. Los resultados fueron importantes aunque no definitivos, en todo caso las FARC estaban acorraladas y en fuga permanente. Lo que cabía negociar con ellas era la rendición y el desarme, pero el gobierno de Juan Manuel Santos inició un proceso de paz que concluyó sorpresivamente con la aceptación de todas las condiciones impuestas por los guerrilleros. Difícil de entender, pero analicemos solo la eficacia de esta claudicación. Se sabe que por lo menos el 25% de los irregulares no plegarán a los acuerdos. Por otra parte sobrevive el llamado Ejercito de Liberación Nacional, que sin duda copará muchos de los espacios dejados por las FARC, especialmente en el narcotráfico. Y existen otras bandas que ya se hacen sentir e incluso pretenden “negociar” con el Estado. ¿De qué paz entonces hablamos? No es paz la impunidad para un grupo de alzados, que quieren ingresar como héroes a la política, mientras otros bandoleros siguen asolando Colombia, en la seguridad de que un gobierno futuro les perdonará también todos sus delitos. (O)