“Lo importante no es ganar sino participar”. Es la amable falacia que convoca cada año bisiesto a treinta esforzados deportistas ecuatorianos, unos pocos entrenadores y un montón de dirigentes turistas a los Juegos Olímpicos de verano. Es el mito que justifica el que alguna capital del primer mundo gaste el equivalente al presupuesto anual de muchos países del tercero para realizar el evento. Es la mentira gentil que durante tres semanas nos mantiene embobados frente al televisor observando el despliegue de belleza, potencia y habilidad de tantos atletas, con la esperanza de que algún compatriota gane una medallita. Es la promesa de que hemos mejorado como país y de que el cometa Jefferson Pérez reaparecerá antes que el Halley. Es el camelo que nos distrae momentáneamente del horror de la política nacional, de la perversión de sus actores y de nuestra pobreza real. Es la frustración cuatrienalmente renovada que se resigna con la esperanza de que nuestras atletas más jóvenes habrán madurado para Tokio 2020.

Nada que reprochar a nuestros deportistas, porque se ganaron el viaje con sacrificio diario y en tres o cuatro casos cumplieron actuaciones destacadas o valientes. Incluso, nada que reprochar a Andrés Chocho, porque su reiteración en el autoboicot nos retrata fielmente como país, simbolizando nuestra compulsión a la repetición de las fallas originales. No podemos esperar ninguna medalla si gastamos muchísimo más dinero en viajes inútiles de asambleístas (o en asambleístas inútiles que viajan), en propaganda gubernamental y en control de los medios de comunicación, antes que en la preparación de atletas de alto rendimiento y en entrenadores competentes y bien pagados. Todavía no aceptamos que ganar cuesta mucho, y que sí es importante por las diversas significaciones que produce. Porque si observamos el medallero mundial y continental, notaremos que –salvo excepciones– hay una relación directamente proporcional entre el número de premios logrados y el estado de la economía, la educación, la salud, el desarrollo y la democracia de los países. Sin ir muy lejos, y pese a que han enfrentado peores problemas que nosotros, la bella sonrisa de Caterine Ibargüen nos enseña que nuestros vecinos colombianos lo hacen mejor, en casi todo y desde hace años.

No se trata de cambiar a los dirigentes, solamente hay que despedirlos… a casi todos. Porque tenemos demasiados dirigentes, ministros, subsecretarios, comandantes generales, coordinadores, expertos, analistas, asesores, precandidatos opositores y presidenciables oficiales para tan poco país. Mucho cuenteo en esta república del blablá y muy poca ejecución eficiente a todo nivel. Igual que hace décadas, todavía escuchamos que alguna esperanza olímpica criolla “compitió lesionada”, o que no pudo llevar su propio equipo. Todavía esperamos que el logro de la medalla se produzca como una hazaña inesperada del héroe, que nos compense por nuestro retraso nacional. Aún no aprendimos que el éxito internacional en cualquier terreno es el efecto lógico de la institucionalización que funciona en todos los campos, más allá de las personas que ocupan la dirigencia de manera contingente en las organizaciones públicas o privadas. El cuento de “la gran esperanza olímpica” es correlativo de nuestro mesianismo político, y el “balance positivo de nuestra participación en Río 2016” es el consuelo onanista de nuestra clase política y dirigente. (O)