Volver a la tierra de uno siempre es muy grato. El paisaje andino con su sol de verano, los olores y los sabores nos transportan en el tiempo, nos hacen revivir con intensidad esas emociones que durante largo tiempo habíamos guardado, no solo en la memoria, sino también en el corazón.

Volver a la tierra de uno es tan maravilloso porque más allá del infinito paisaje, de la rica y suculenta comida, está el sabor inigualable de la amistad. Esa amistad que rebasa ideologías, creencias o posturas; esa amistad que con un solo abrazo nos deja saborearla y nos devuelve mágicamente la juventud; esa amistad que nos permite contarnos la vida con confianza, debatir con altura y poner el corazón a fuego lento.

Luego de conversar deliciosamente con mi amigo José Sempértegui, quien ha jurado la bandera guayaca, se ha vuelto un apasionado y aficionado músico, pienso que a diferencia del verso de Neruda: nosotros los de entonces sí seguimos siendo los mismos. A pesar de la distancia y a pesar de las canas, el cariño sigue ahí, tal vez sostenido por los recuerdos de su abuela y la mía; tal vez por esas inolvidables fiestas que terminaban en la misa de 7; o tal vez, simplemente por el respeto, porque de eso va la amistad: de respeto.

Yo generalmente no entiendo cómo la gente concibe la amistad, ¿qué espera de un amigo? ¿Que le diga solo lo que quiere oír? Eso no sirve para nada. Yo pienso que amigo es aquel que tiene el derecho y la obligación de decirte las cosas como son. Derecho y obligación que se ha ganado a punta de cariño, que le han dado los años y que puede y debe ejercerlo libremente.

Debemos agradecer a la vida por nuestros amigos, esos amigos de verdad que nos hacen ver nuestros errores. Debe ser muy triste no tener amigos de verdad, ¡pobre Freddy! pienso, no tener un amigo quien le diga “hermano, ¡deja de abrazar árboles y hacer papelones!

Desgraciadamente vivimos en un mundo en el que no nos gusta escuchar lo que nos incomoda, lo que nos da una visión distinta de las cosas y nos invita a pensar. En el caso de las personas públicas y de los políticos, aquello que podría quitarles popularidad, o más concretamente votos.

¿Quién sino un amigo del político puede, con un consejo desinteresado, hacerle entrar en razón, enderezar el rumbo, enmendar el error? Pero no, los políticos son tozudos, se vuelven sordos, ciegos y mudos. No oyen, no ven, no entienden una postura que les aleje de sus intereses, entonces ante la falta de un argumento racional, acusan al amigo de traidor.

Sin ir muy lejos, en nuestra querida Quito, el alcalde Rodas se niega a oír a sus amigos urbanistas, no a cualquier pelagato sino a arquitectos que han estudiado y siguen estudiando cómo hacer una ciudad. Prefiere oír la voz del cemento, pasar por encima de la vida de los habitantes de un barrio pobre, antes que escuchar a quienes sí saben del tema. Ahora ellos son los traidores, ahora son los malos de la película. (O)