Nuevamente cabe recordar la invitación que hizo el líder para que la academia se involucre en el debate nacional. Él pidió que opinara sobre la economía, que fue el tema central de su clase magistral. Lo hizo como si la comunidad académica hubiera estado ausente y no hubiera tenido voz a lo largo de todo el tiempo que él ha ocupado el sillón presidencial. En realidad, ella ha estado presente siempre y bajo múltiples formas en el debate nacional. Con sus propios tiempos, ha aportado a la comunidad estudios y propuestas del más variado tipo. A la vez, siguiendo los tiempos de la política, ha opinado sobre los hechos del día a día. En este último plano, la mayor parte de las veces ha sacado ronchas tanto a mandatarios de todos los gobiernos como a políticos de oposición de todos los colores, porque fieles a su origen y a su objetivo central, sus integrantes no pueden abandonar las armas de la crítica (para decirlo en las palabras de un viejo filósofo alemán).

En efecto, el debate no es algo nuevo para la academia ni requiere de invitaciones para entrar en él. Desde que nació la universidad como tal, como espacio de todas las corrientes de pensamiento (de ahí su nombre, su universalidad), el diálogo y la contraposición de ideas fueron sus señas de identidad. La mayoría de veces, la sociedad es el objeto de su deliberación, pero en momentos como el presente, la academia está obligada a reflexionar sobre sí misma, sobre las condiciones concretas en las que debe desarrollar sus actividades. Ahora, en los mismos días en que se escucha el llamado al diálogo sobre la macroeconomía, en muchas aulas universitarias ronda la preocupación por su propia situación. Especialmente en las instituciones de postgrado hay incertidumbre por su futuro. No solo por el inmediato, sino por el de mediano y largo plazos. El problema no se restringe a los retrasos en la entrega de los aportes estatales. Más graves son las amenazas que podrían afectar su autonomía e incluso el desarrollo de sus actividades.

Los aportes, cabe recalcarlo, no son dádivas de uno u otro gobierno. Son derechos reconocidos por medio de leyes, que responden a un modelo específico de universidad. Muy tempranamente Ecuador, como la mayoría de países latinoamericanos, escogió la modalidad de financiamiento estatal como una manera de garantizar el mayor acceso posible a la universidad. A partir de ahí era imprescindible que, desde los gobiernos y desde las universidades, se supiera manejar la tensión que se produce entre el origen de los recursos y la autonomía. Ambos –recursos y autonomía– deben concurrir para que la universidad viva. Solamente en tiempos de dictaduras abiertas o de regímenes autoritarios, la balanza se inclinó hacia un lado.

Esa tensión está llegando a un punto crítico en estos días. El contenido del borrador de ley que ha circulado convertiría en sepultureros de la autonomía a quienes se jactaron de impulsar la reforma educativa más creativa de la historia. Totalmente incoherente con la invitación al debate. (O)