En un par de frases y con toda la soltura que le caracteriza, el líder negó el derecho de expresión de alrededor de medio millón de personas. Números más, números menos, esa es la cifra aproximada de quienes reciben sus ingresos directa o indirectamente del presupuesto estatal. Según las sabias palabras, esas personas no pueden discrepar con la manera en que el Gobierno distribuye los recursos que, dicho sea de paso, pertenecen a todos los ecuatorianos. “Si tiene algo de decencia, renuncie para poder criticar el gasto público, porque usted come, vive del gasto público”, dijo enfáticamente en medio de los aplausos de una multitud, en la que seguramente había un significativo porcentaje de empleados públicos.

Quizás en esta novedosa teoría se encuentre la explicación del inmovilismo del contralor y la obsecuencia de los asambleístas, para poner solamente los casos emblemáticos. Seguramente ellos habrán entendido ya que por la gracia de constar en la nómina estatal perdieron la potestad de auditar contratos, cuestionar el uso del dinero por parte del Gobierno, disentir en la asignación de prioridades. Para hacerlo tendrían que renunciar, porque es lo que corresponde a una persona que come y vive del gasto público.

Pocas horas después de hacer esa sesuda propuesta, en papel de profesor invitó a las universidades a involucrarse en el debate político. Muy oportuna la convocatoria en el momento en que se las quiere ahogar precisamente con el gasto público como instrumento de tortura. Pero, seguramente por la necesidad de marcar la cancha, se apresuró a eliminar de ese debate cualquier tufo a política. Que “muchos de los académicos que hablan sobre política son más actores políticos y no académicos”, aseguró, como si fuera posible construir una muralla insalvable entre la actividad académica y la política. Quizás una revisión del centenario texto de Max Weber sobre el político y el científico ayudaría a comprender el carácter poroso de esa pared. Pero, sin ir tan lejos y para no exigir tediosas lecturas, le bastaría con recordar sus tiempos de profesor que opinaba de política en medios de comunicación.

Entre los muchos aspectos que abarcan esas afirmaciones se destaca el que se refiere a las condiciones impuestas para el debate político. Anteriormente aseguró –y lo plasmó en el Decreto 16– que las organizaciones no gubernamentales no tienen la palabra en este campo. Descalificó a movimientos sociales, sindicatos, cámaras y organizaciones, porque no habían ganado elecciones. Ahora –siguiendo la reaccionaria consigna propia del régimen colonial que aconseja no morder la mano que da de comer–, añade entre los excluidos a quienes reciben algo del gasto público (ya que estamos con lecturas, algo ayudaría revisar a Franz Fanon, seguramente recordado por alguno de sus amigos que vienen de la izquierda). Por último, invita a los académicos a involucrarse en el debate político, pero los conmina a abandonar previamente sus posiciones políticas. En síntesis, es la política sin política, la democracia sin disenso. Para redundar en las lecturas, ¿será el Tío Tom el libro de cabecera de esta revolución ciudadana? (O)