En 1982 Claudio Pérez Míguez tenía 15 años y, para cumplir una tarea escolar, entrevistó a Jorge Luis Borges. Esa conversación, publicada esta semana en El País de Madrid, es la lección de un gran maestro. A punto de cumplir 83 años, Borges –que solo era bachiller– charló con generosidad para que los chicos no se engañaran: por ejemplo, de los doctorados honoris causa que grandes universidades le concedieron, afirmó: “Creo que no puedo llamarme doctor, ya que estos doctorados honoris causa son un favor que le otorgan a uno y que por supuesto agradezco, ya que es un honor, aunque no sé si lo merezco”.

Borges reconoce lo complejo de tener posturas definitivas: muchas veces repite que no sabe. La fama de su obra la atribuye a un error de sus lectores y duda de los logros de su trayectoria. Todo esto no se siente como pose, pues a esas alturas Borges bien conocía cuánto lo estimaban en el mundo los lectores. Frente a la solicitud de aconsejar, contestó: “Yo no he sabido manejar mi vida, no puedo dirigir la vida de los demás. Mi vida ha sido una serie de equivocaciones. No puedo dar consejos, ando un poco a la deriva, cuando pienso en mi pasado me avergüenza. Yo no doy mensajes, los dan los políticos”.

Y antes había demandado “un mínimo de gobierno, pero lamentablemente todavía los gobiernos, aun los gobiernos malos, son necesarios”. Borges toma en serio a los jóvenes y los educa cuestionándolos. ¿Cuál de sus libros prefería? “La mayoría no me gusta. Me resigno a ellos. Aproveché las llamadas obras completas para omitir dos libros. Para mí, mi mejor libro es el que se titula El libro de arena. Es de fácil lectura, es un libro breve, no uso ninguna palabra que requiera el uso del diccionario… El libro de arena es el único del que estoy satisfecho. Tal vez el tiempo juzgue así también y borre lo demás, que son realmente borrables borradores”.

Es curiosa su predilección por los cuentos de El libro de arena; uno presenta el tema del desdoblamiento de una persona, que puede rozar con lo monstruoso: en febrero de 1969, en Cambridge, al norte de Boston, Borges se sentó en una banca frente al río Charles. Pero alguien ocupó también el otro extremo: un joven que, según él, estaba en Ginebra, frente al Ródano, y ambos se llamaban Jorge Luis Borges, tenían la misma voz y sabían lo mismo de la vida del otro, esto es, de sí mismos. Cada uno de esos Borges no sabía si estaba soñando ese encuentro/desencuentro.

Casi todos los hechos contados en El libro de arena se desenvuelven en el terreno de lo fantástico, lo extraño y lo improbable: una reunión de sabios en un congreso cuyo interés es el universo; una casa que inspira a ver el orbe entero; viajes hacia el futuro. Es como si El libro de arena hubiera salido ayer de la imprenta: “El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos”. Sobre este, su libro favorito, en otra conversación Borges manifestó: “Yo pensé que un libro de arena es un libro imposible, porque se disgrega… Es agua en las manos”. (O)