¿Será que el terremoto “nos sentó” a los ecuatorianos? La vieja expresión alude a lo que funciona como una lección, poniéndonos límites e induciéndonos a rectificar. Lo consideré por un momento mientras escuchaba la sabatina 473 del 30 de abril. Inicialmente me sorprendió el tono mesurado, el semblante alicaído, la ausencia de su gesticulación habitual, y el talante reflexivo del presidente Rafael Correa. Era un discurso que suscitaba la escucha, meditación, solidaridad, esfuerzo y unión de todos los ecuatorianos, para quien quiera escuchar. Luego de aproximadamente 40 minutos de locución en esa tesitura, el presidente se refirió de pasada a las protestas de “las viudas de la Shyris”. Entonces, esa fugaz alusión a su propio ingenio despertó progresivamente el regreso a su tono y expresiones habituales.

Algo había cambiado, sin embargo: aquello que forma parte del concepto de “discurso” y su efecto en ciertos oyentes. Porque no se trata solamente de aquello que se dice, sino de todo lo que hace discurso más allá de las palabras. Es decir, se trata además del cómo se dice, la gestualidad, la composición del lugar, la iluminación, el sonido, el vestuario, la posición subjetiva del locutor y la proxemia. Proxemia: la distancia física con el público presente, el lugar del personaje frente al público, la cantidad y disposición del público, y lo más importante, ¿qué público? ¿A quiénes va dirigido el discurso? Porque una cosa es una sabatina ordinaria, en un auditorio repleto de celebrantes incondicionales, y otra cosa es lo que pude escuchar el sábado anterior sin el público de siempre, aunque a ratos haya dicho lo mismo.

Una sabatina ordinaria es un discurso para un público adepto, que divierte a los propios y repele a los ajenos como uno de sus objetivos, y que prioriza la afirmación del poder antes que la información a los mandantes. Lo que escuché el sábado anterior fue diferente, pese al contenido que incluye la repetición de acusaciones y sarcasmos. La sabatina 473 fue lo más parecido –por momentos– a un verdadero informe de un presidente de la República para todos sus compatriotas. Para todos. Incluso para quienes disentimos con él en algunas afirmaciones o propuestas, aunque coincidimos en otras, o que no compartimos su estilo, y también para quienes discrepan con él en todo, y le culpan de todo. El sábado anterior escuché a un Rafael Correa “en falta”, como diría Lacan. Es decir, a un sujeto que no lo puede ni lo sabe todo, aunque por su función y estructura subjetiva no lo admita explícitamente.

Escuchar los informes del presidente del Ecuador puede aportar algo más que material para criticar, solamente si el discurso viene en formato para atender y no “para festejar o repudiar”. Quizás el terremoto “no le sentó” a él, pero parece que “tampoco nos sentó” a nosotros, sus doctos críticos, defensores, analistas, contradictores, escuderos y francotiradores cibernéticos. Porque en cuanto a su estilo y sentido del humor, no podemos exigirle a Rafael Correa que no abuse de su propio goce palabrero, cuando todos los periodistas, columnistas, analistas, blogueros, tuiteros, troles y sabios de la Grecia en general y de todas las tendencias, nos regodeamos por escrito en nuestros goces particulares. (O)